Los hombres se bajan de la camioneta y actúan rápido. Mientras uno hace guardia, los otros se acercan a una bomba de petróleo y quitan los tapones. Drenan el líquido viscoso en baldes que apilan en su camioneta y arrancan.
En la remota faja petrolífera del Orinoco en Venezuela, los robos solían ocurrir en la noche para evitar la mirada de cámaras de seguridad como la que capturó la escena cerca de la ciudad de El Tigre. Ahora, se han robado las cámaras y extraen petróleo a plena luz del día, que termina en talleres de reparación de automóviles en las ciudades. Los ladrones se llevan motores eléctricos, transformadores, dispositivos de control de calor, válvulas y cableado de cobre, particularmente valioso. Kilómetros de cableado.
El desmoronamiento de la industria petrolera venezolana tras una mala gestión épica de los presidentes Nicolás Maduro y Hugo Chávez, exacerbado por severas sanciones estadounidenses, causó la crisis generalizada en el país. Cada vez más, la misma industria se ha convertido en una víctima. Hace cinco décadas, Venezuela producía 3.7 millones de barriles diarios. En la actualidad, produce apenas cerca de 712,000, aproximadamente la mitad de lo que produce Dakota del Norte.
En setiembre, periodistas de Bloomberg condujeron más de 640 kilómetros en un recorrido de tres días por el campo del Orinoco, hablaron con empleados de la gigante petrolera estatal PDVSA y examinaron informes internos para entender cómo la nación con las mayores reservas pudo haber colapsado. El viaje, cuyos tramos fueron previstos para evitar patrullas militares fuertemente armadas y puestos de control, demostró que el motor industrial y económico del país ha sido despojado de equipos y descuidado hasta el punto del colapso.
Las instalaciones en la Faja del Orinoco, que produce más de 90% del decreciente flujo de Venezuela, parecen cementerios para equipos de un millón de dólares. Hay plataformas abandonadas, generadores desarmados, paneles de energía destruidos y cables sin revestimiento entre pozos de crudo derramado. La vegetación crece fuera de control.
Los estragos de la industria se extienden a través de toda una sociedad que llegó a depender de ella. Cerca de los campos petrolíferos Dación, perros huesudos jugaban con niños escuálidos y descalzos. Un hombre al borde de la carretera comentó que no había comido desde la noche anterior, 17 horas antes.
"Lo que se ve en Venezuela hoy, el colapso de sus campos petrolíferos y la industria petrolera en general, es peor de lo que se ve en algunas zonas de guerra", dijo Fernando Ferreira, director de servicios de riesgo geopolítico de Rapidan Energy Group, una consultora en el área de Washington. "La producción venezolana de petróleo fue destruida tras 20 años de decomisos de activos, corrupción generalizada y sanciones".
La nación podría aumentar la producción a aproximadamente dos millones de barriles por día en cinco años a un costo de hasta US$30.000 millones. "La recuperación depende en gran parte de quién va a reemplazar a Maduro", dijo Ferreira.
La recuperación total del saqueo podría tomar décadas.
Luis Pacheco, presidente de una junta de PDVSA nombrado por el líder de la oposición, Juan Guaidó, dijo que el alcance del daño al sistema es una cuestión de conjetura: la junta solo controla activos de PDVSA fuera de Venezuela. Pronostica un costo de US$ 120,000 millones para restaurar la industria nacional, dijo.
"Ese nivel de inversión debe provenir mayormente de inversionistas privados", dijo Pacheco, lo que desafiaría décadas de celoso control estatal sobre el principal activo de Venezuela.
En agosto, solo 23 taladros estaban en funcionamiento en el país, frente a 48 hace dos años y 119 en 1997, según la empresa de servicios petroleros Baker Hughes, en Houston. A modo de comparación, la cuenca pérmica que se extiende por Texas y Nuevo México tenía 436 taladros en funcionamiento en agosto.
El viaje por la Faja del Orinoco reveló que incluso las plataformas que quedan están en peligro. El robo aumenta a medida que las instalaciones permanecen inactivas debido a apagones, un éxodo de trabajadores y la falta de equipo de trabajo. La mayoría de los campos, accesibles sólo por senderos de grava a los que se llega por carreteras llenas de baches, no tienen personal. Un supervisor puede pasar dos veces al día durante 15 minutos. Operadores de seguridad y taladros de PDVSA se niegan a adentrarse en campos petroleros para realizar reparaciones o patrullas por temor a ser secuestrados o robados. Esto hace que sea un objetivo fácil, un espacio abierto con equipos llenos de cobre, diésel y ricos en hierro, rodeados de nada excepto haciendas con ganado disperso y pequeñas granjas.
“El desmantelamiento de plataformas, remolcadores, unidades industriales, vehículos y ahora áreas en los mejoradores, es enorme”, dijo el líder sindical José Bodas. Saber exactamente cuánto equipo falta es casi imposible porque PDVSA dejó de publicar informes de seguridad en 2014.
La escasa inversión y las sanciones de EE.UU., que limitan las importaciones, significan que piezas y partes a menudo se toman de una máquina para arreglar otra.
En el mejorador de Petromonagas, una asociación con la petrolera estatal rusa Rosneft en el estado de Anzoátegui, quemadores y válvulas de extractores de azufre pasan constantemente de una unidad a otra ya que los técnicos recurren al canibalismo mecánico, según un informe interno de PDVSA. Las barras de pistón y otras piezas se reportan como perdidas y se solicitan reemplazos. Más adelante, los componentes antiguos reaparecen y los nuevos aparentemente son vendidos en el mercado negro.
En un sitio del yacimiento petrolero de Oritupano, dos de los siete pozos operaban. A unos 40 kilómetros, en el campo Leona, uno de tres. En otro campo cercano, los cinco pozos estaban fuera de servicio. Una instalación de almacenamiento de petróleo en el campo Karina se incendió hace tres meses. El petróleo derramado estaba contenido en una piscina al aire libre y su olor era nauseabundo. Debido al incendio, PDVSA tuvo que cerrar un yacimiento petrolífero cercano cuya producción se almacenaba en el sitio.
En Puerto La Cruz, que hasta hace poco era responsable de 15% de las exportaciones de petróleo del país, ver las ruinas requiere una lancha a motor. De los siete embarcaderos que había allí, solo uno estaba ocupado por un barco que descargaba gasolina en un mar calmado bajo un sol brillante.
Cerca de la costa flotaban dos monoboyas sin usar, puntos de transferencia para crudo que son casi del tamaño de un autobús urbano. Se encargaron cuando Venezuela tenía planes de aumentar las exportaciones a 3 millones de barriles por día. Las monoboyas amarillas, cuyo precio en el mercado internacional puede superar los US$30 millones, flotan, literal y metafóricamente, muertas en el mar: debido a las sanciones, es casi imposible venderlas.
Cerca de 30 kilómetros al oeste, unos 10 barcos estaban anclados en la terminal José, que representa más de 80% de las exportaciones. Las sanciones significan que Venezuela no puede mover fácilmente el petróleo al mercado, y hay poco espacio disponible para tanques en tierra firme, por lo que muchos de los buques funcionan como costosas unidades de almacenamiento flotante. Los barcos Río Caroni, Río Apure, Río Orinoco y Ayacucho contienen cinco millones de barriles sin destino alguno en el corto plazo.
La lancha motor pasó al lado del Inciarte, un barco petrolero de PDVSA que lleva en aguas venezolanas más de dos años. No hay forma de abordar, pero una foto reciente obtenida por Bloomberg muestra un interior en ruinas. El techo se está cayendo, sillas y muebles rotos están diseminados entre libros desgarrados. Los escombros están en todas partes y en medio se divisa una bandera venezolana.
En el complejo costero de José Anzoátegui hay cuatro mejoradores que operan de manera intermitente. Cuando funcionan, las plantas escupen fuego y humo negro en el aire. En una aldea a cinco kilómetros de distancia, una fina capa de hollín cubre casas y negocios.
Tierra adentro, en una planta de energía que debería haber suministrado electricidad a todo el campo de Melones, hasta las bombillas han desaparecido. La maleza crece entre los paneles de control. En un remolque donde solían vivir trabajadores del campo petrolífero había un casco rojo con un logotipo de PDVSA descolorido y un platillo de cerámica blanca sin su taza.
Un campo cerca de San Tomé se ve bien a primera vista. Desde la distancia, se divisan los tanques de pre-tratamiento y almacenamiento. Hay tuberías, torres, todo lo que un campo petrolero debería tener. Al acercarse, la ilusión se desvanece. No hay movimiento y el único sonido es el de los pájaros. Los tanques están oxidados y las tuberías no conectan nada. El equipo está frío. Golpeamos un tanque y sonó hueco, vacío.