La historia es vieja y toma muchas formas. Una versión de cuento de hadas, registrada hace dos siglos por los hermanos Grimm, habla de un tal Karl Katz, un pastor de cabras en las montañas Harz de Alemania central. Una noche, una cabra descarriada lleva a Katz a lo profundo de una cueva. Tentado por hombres extraños, bebe una poción y se queda dormido. Al despertar descubre que no han pasado horas, sino años. El mundo a su alrededor ha cambiado.
El desconcierto que sintió Katz ahora es compartido por muchos alemanes. Hace algunos años, el país más rico de Europa cayó en un estado que no era de somnolencia, sino de sonambulismo. Recién reunidos y adormecidos por su propio éxito económico y diplomático, los alemanes se asentaron en la cómoda creencia de que su sistema funcionaba casi a la perfección. Las políticas gubernamentales llegaron a estar guiadas menos por el pragmatismo que por el autoengaño, en tanto los líderes acosaron a los votantes con charlas embriagadoras de prosperidad perpetua con fricción mínima y, por supuesto, cero emisiones.
El despertar, con el sonido de los tanques rusos entrando en la cercana Ucrania, ha sido duro. De alguna manera, Alemania no se encuentra, como Katz, años en el futuro, sino décadas en el pasado. En lugar de viajar por una Autobahn hacia la democracia liberal, gran parte del mundo en general se ha deslizado hacia feos tipos de populismo que los alemanes recuerdan muy bien.
En lugar de disfrutar de una era de cooperación pacífica, Alemania se está dando cuenta de que las armas y los soldados, incluidos los estadounidenses, vuelven a estar de repente en demanda. La prosperidad alemana resulta depender no solo de la laboriosidad de su gente, como en la alegre versión del cuento de hadas, sino también de energía y mano de obra baratas importadas. Y, por supuesto, ese simpático Vladimir Putin, que envolvió para regalo tuberías enteras llenas de gas natural, resulta ser un lobo.
En pocas palabras, años de complacencia han llevado a Alemania a un aprieto. Sin embargo, incluso cuando el establishment acepta la escala de su dilema y el inmenso desafío de cambiar de rumbo, la conversación de Alemania consigo misma sigue siendo extrañamente pueblerina y carente de urgencia.
Aún más extraño, en un país que se enorgullece de la apertura de su democracia, es el hecho de no dar cuenta de lo que salió mal. Sí, algunas figuras públicas han sido reprendidas con razón por mirar a Rusia a través de lentes color de rosa. Pero la naturaleza sistémica de los engaños de Putin y de la ceguera deliberada de Alemania apenas se ha explorado. Nadie parece querer hablar de lo que pasó “en la cueva”.
Considere la lamentable dependencia de Alemania de los combustibles rusos. Esto se produjo no solo porque Putin sedujo a empresas y políticos con precios bajos, lo que aumentó la participación de Rusia en el consumo de gas natural de Alemania del 30% hace dos décadas a un 55% de poder absoluto. También se tomaron decisiones para reducir el suministro de energía de otras fuentes. Entre numerosos ejemplos de tales tonterías, el más conocido se refiere a la energía nuclear.
Cuando un tsunami golpeó los reactores nucleares japoneses en Fukushima en el 2011, el gobierno de la entonces canciller Angela Merkel dio un vuelco y cerró la mitad de la capacidad de generación nuclear de Alemania prácticamente de la noche a la mañana. Estableció una fecha de cierre para las últimas tres plantas de diciembre del 2022, un objetivo que solo ahora se cuestiona, ya que se avecina una escasez de energía paralizante.
Reflejando la peculiar ausencia de urgencia en la política alemana, un compromiso discutido pide a los Verdes que dejen de insistir en cerrar los reactores a cambio de que sus socios liberales de la coalición presenten objeciones a los límites de velocidad en la Autobahn.
Sin embargo, quizás el mayor autogol de Alemania lo marcó contra su propia industria de gas natural. Los alemanes no tienen la suerte de los vecinos holandeses, cuyo gigantesco campo de Groningen, a un simple paseo en bicicleta desde la frontera, ha arrojado gas por valor de US$ 500,000 millones desde 1959 (lo que permitió a este periódico en 1977 acuñar el término “enfermedad holandesa”). Pero tampoco son insignificantes las propias reservas de Alemania.
En el cambio de milenio, Alemania bombeaba unos 20,000 millones de metros cúbicos (mmc) de gas natural al año, suficiente para satisfacer cerca de una cuarta parte de la demanda nacional. Pero aunque los geólogos creen que Alemania tiene al menos 800,000 mmc de gas explotable, la producción no ha crecido sino que se ha derrumbado, a solo 5-6,000 mmc, equivalente a solo el 10% de las importaciones de Rusia.
Miedo al fracking
La razón es simple. La geología dicta que casi todo el gas de Alemania solo se puede extraer mediante fracturación hidráulica, pero el público alemán tiene un miedo irracional al fracking. No solo un miedo: en el 2017, el gobierno de Merkel aprobó una ley que esencialmente prohíbe el fracking comercial, a pesar de que las empresas alemanas han estado utilizando la técnica en el país desde la década de 1950, sin que se haya informado de un solo incidente de daño ambiental grave.
Las causas del miedo del público no son difíciles de encontrar. En el 2008, Exxon, una gran empresa petrolera estadounidense, propuso expandir el uso del fracking en un sitio en el norte de Alemania. Mientras los ambientalistas se amontonaban para protestar, el cada vez más influyente Partido Verde se unió a la refriega. Lo mismo hizo Russia Today, un canal pro-Kremlin, que advierte a todo volumen que el fracking causa radiación, defectos de nacimiento, desequilibrios hormonales, la liberación de inmensos volúmenes de metano y desechos tóxicos, y el envenenamiento de las poblaciones de peces. Nada menos que un experto como el propio Putin declaró, ante una conferencia internacional, que el fracking hace que los caños de la cocina arrojen una sustancia pegajosa negra.
A los alemanes parece gustarles los cuentos de hadas. “Finalmente, dejamos de intentar explicar que el fracking es absolutamente seguro”, suspira Hans-Joachim Kümpel, exjefe del principal organismo asesor del gobierno sobre geociencia. “Realmente no puedo culpar a las personas que no entienden la geología del subsuelo, si todo lo que escuchan son historias de terror”.
Los productores de gas alemanes dicen que si tuvieran la oportunidad, con los nuevos métodos de fracking aún más limpios y seguros de hoy en día, podrían duplicar su producción en tan solo 18-24 meses. A ese nivel, Alemania podría estar bombeando gas hasta bien entrado el próximo siglo. Eso recortaría las importaciones en unos 15,000 millones de dólares al año. Y eso no es un cuento de hadas.