De acuerdo, el presidente venezolano, Nicolás Maduro, es el gran autócrata fanfarrón de América Latina. Respaldado por matones, ladrones y titiriteros extranjeros, Maduro delata poco entendimiento o compromiso sobre cómo sacar a la economía de más rápido hundimiento de América Latina de un foso que ella misma cavó. Sus índices de aprobación cercanos a los dos dígitos no le hacen justicia a su crueldad e incompetencia.
Ahora olvide todo aquello. Si diplomáticos y benefactores internacionales preocupados por el bienestar de Venezuela quieren marcar la diferencia, deben cerrar los ojos y ayudar con dinero, suministros y medicamentos antes de que la pandemia de coronavirus termine el trabajo que Maduro y sus secuaces comenzaron. Sin embargo, es una medida del partidismo tóxico que contamina las relaciones en América.
Sin lugar a dudas, los venezolanos estarían mejor si enfrentaran las dificultades que se avecinan sin Maduro. Ese razonamiento forma parte de por qué derrocarlo ha sido la política esencial de Estados Unidos desde que el presidente Donald Trump asumió el cargo. Hasta la fecha, sin embargo, ese plan no ha logrado desplazar o, siquiera, afectar significativamente al bloque bolivariano en Caracas, incluso cuando ha provocado más sufrimiento a los venezolanos comunes. Hacer más de lo mismo ante una emergencia global de salud sería incorrecto y aborrecible.
Por lo tanto, es tentador considerar que la última propuesta estadounidense para Venezuela puede ser un cambio diplomático. El plan, presentado el 31 de marzo por el Departamento de Estado, llama a Maduro y al líder opositor, Juan Guaidó, reconocido por EE.UU. y más de 50 países como presidente encargado legítimo, a retirarse mientras un gobierno interino prepara nuevas elecciones.
Una vez que un consejo electoral multipartidista acuerde los lineamientos para nuevas elecciones y el gobierno libere a todos los prisioneros políticos y expulse a las “fuerzas de seguridad extranjeras” (léase: asesores cubanos), EE.UU. levantará las sanciones y ayudará a Venezuela a regresar a la democracia. Más aún, el alto mando militar, un baluarte bolivariano, se mantendría durante la transición.
Por sí solo, el plan –con su consentimiento a la política de diversidad y la promesa de levantar las duras sanciones– es una muestra notable de compromiso y pragmatismo político. Diseñar un cambio de régimen por consenso en lugar de por insurrección o represión sería una gran victoria para un país estancado por el faccionalismo y una economía en crisis. Lástima que no pase la prueba diplomática.
La nueva propuesta de Trump para Venezuela es, en realidad, muy parecida a la anterior que presentó por Guaidó en agosto pasado en una ronda de diálogo auspiciada por Noruega y realizada en Barbados. Washington inmediatamente echó por la borda esa iniciativa al amenazar con sanciones a las compañías que hicieran negocios con Venezuela, lo que le dio a Maduro la excusa perfecta para abandonar las conversaciones políticas.
Tal vez Trump y sus emisarios en Venezuela finalmente hayan aceptado respaldar las negociaciones justo antes del inminente contagio. Lo que no explicaron fue cómo maquinar un complicado esquema de transición y poder compartido días después de que el Departamento de Justicia de EE.UU. revelara acusaciones de narcotráfico contra los principales ministros de Venezuela y ofreciera una recompensa de US$ 15 millones por información que condujera al arresto del propio Maduro, cuyo “régimen está inundado de corrupción y criminalidad”.
En términos técnicos, fue el Departamento de Justicia, no la Casa Blanca, el que lanzó esas acusaciones. Pero, ¿cómo explicar la siguiente medida de Trump –anunciada, nada menos que, durante su rueda de prensa del 1 de abril sobre el coronavirus– para desplegar barcos de la Marina de EE.UU. cerca de aguas venezolanas para interceptar supuestos envíos de drogas con destino a EE.UU.? Esto, independientemente de que Venezuela dé cuenta de menos de 13% de la cocaína que entra a EE.UU., según la Base de Datos Antidrogas Consolidada Interagencial (CCDB, sus siglas en inglés) de EE.UU.
“Revivieron las negociaciones, pero, al acusar al jefe de casi todas las ramas del Gobierno de Maduro y luego enviar barcos de la Armada, EE.UU. definió quién puede y quién no puede ser parte de una transición”, dijo David Smilde, experto en Venezuela de la Universidad de Tulane. “Washington está tratando de convertir un problema político en un problema de drogas”.
No se puede patrocinar una transición democrática y sabotearla al mismo tiempo. Al ofrecer una recompensa por las cabezas de los personeros clave del régimen, es posible que EE.UU. no haya hecho más que incentivar a los bribones más grandes a entrar en acción.
“En este punto, no creo que Maduro sienta que tiene que negociar”, dijo el economista Francisco Rodríguez, director de la Fundación Petróleo por Venezuela. “Él está convencido de que saldrán bien de esta pandemia y seguirá en pie”.
Esa osadía puede resultar absurda. Al igual que intensificar una crisis política en medio de una emergencia sanitaria, sobre todo en un país que ya está afectado por la escasez y la negligencia. “Si España utiliza pistas de patinaje sobre hielo como morgue, ¿cuál será la situación en Venezuela, donde los hospitales ni siquiera tienen agua potable?”, dijo Geoffrey Ramsey, director para Venezuela de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por sus siglas en inglés). “Desbloquear la ayuda internacional es urgente”.
Solo un ejemplo: a pesar de las afirmaciones de Washington de que la ayuda humanitaria estará exenta de restricciones, sus sanciones han empobrecido la salud pública al cortar el acceso de Venezuela a divisas y medicamentos importados, dijo Rodríguez.
Venezuela necesita tanto democracia como ayuda de emergencia. Mantener condicionada la salud de un país a su política no solucionará ninguno de las dos.
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