México ha resultado ser uno de los beneficiados del conflicto entre Estados Unidos y China.
Su enorme vecino del norte apunta a reducir la dependencia de su rival geopolítico, lo que ha hecho que la inversión en México de empresas como Tesla crezca fuertemente. Y en julio, México incluso eclipsó a China como el mayor socio comercial de Estados Unidos, con lo que recuperó un título que ostentaba antes del ascenso del país asiático.
Sin embargo, México tiene un historial de perderse lo que podrían haber sido sus momentos. Durante las últimas tres décadas, ni siquiera el acuerdo comercial TLCAN —que, al igual que la actual ola del llamado ‘nearshoring’, atrajo mucha inversión extranjera— pudo sacar a México de su estancamiento.
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Desde 1994, el año en que entró en vigor el TLCAN, el crecimiento ha promediado alrededor de un 2% anual, muy por debajo del promedio de las economías en desarrollo, ni mucho menos ha estado lo suficientemente cerca como para sacar a millones de mexicanos de la pobreza. Turquía, Malasia y Polonia son sólo tres ejemplos de naciones que eran más pobres que México a principios de este siglo y ahora son sustancialmente más ricas.
Las inversiones que México está atrayendo ya someten su infraestructura a una presión cada vez mayor, en medio de cuellos de botella creados por una errática transmisión de energía, un limitado espacio industrial y la escasez de agua.
Luego está la interrogante de si la inversión interna aumentará, lo que podría ayudar a extender más ampliamente los beneficios del auge del ‘nearshoring’ y conducir a la economía hacia una senda de crecimiento más rápido. Sin eso, algunos economistas dicen que México simplemente terminará importando más componentes para ensamblarlos para su exportación, con poco valor agregado a nivel local.
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