Por Mac Margolis
Hambre, colapso económico, represión y COVID-19: los venezolanos han experimentado casi de todo en el último año. Para millones de ellos, un puerto seguro en otro país latinoamericano era la única salida. Las luchas armadas entre las fuerzas de seguridad y las guerrillas que obligaron a al menos 3,100 residentes del estado occidental de Apure a huir a través de la frontera con Colombia a fines de marzo fueron solo el último ejemplo.
Sin embargo, incluso estas escapadas desesperadas parecen más complejas a medida que se desarrolla una reacción negativa continental contra la diáspora más castigada del hemisferio occidental.
Se estima que 5.4 millones de venezolanos han abandonado su tierra natal, 85% de los cuales aterrizó en otro país de Latinoamérica o el Caribe. Representan la mayor calamidad humanitaria del mundo después de la de Siria, devastada por la guerra, pero con una fracción de la ayuda y la atención.
La crisis de refugiados de Venezuela ha generado US$ 1,300 millones en promesas de ayuda, incluso cuando la crisis de refugiados sirios ha recaudado US$ 19,900 millones, según el economista Dany Bahar, miembro sénior de Brookings Institution.
La pandemia ha atacado sobreponiendo una emergencia por encima de la otra, a medida que las autoridades regionales luchan contra el contagio y las economías en crisis sellan las fronteras y rechazan la entrada de inmigrantes ilegales.
Se estima que 122,000 emigrantes venezolanos se han regresado desde Colombia solo desde que surgió el brote de coronavirus; aquellos que se quedaron en el extranjero se enfrentan a una creciente hostilidad y son utilizados como chivos expiatorios, a veces por parte de autoridades supuestamente comprensivas.
Sin lugar a dudas, la llegada de refugiados se suma a las cargas de los vecinos continentales de Venezuela, que ya deben atender a sus propias poblaciones vulnerables. La pandemia ha destruido 34 millones de empleos en Latinoamérica y el Caribe, según la Organización Internacional del Trabajo. Sin embargo, la creciente hostilidad hacia los recién llegados no solo agrava una tragedia humanitaria sin precedentes, sino que es históricamente miope y económicamente obtusa.
Las privaciones provocadas por la emergencia de salud en América Latina podrían ser mucho mayores sin el trabajo de estos desconocidos. Un informe de salud de la Organización Internacional del Trabajo reveló que muchos de los 20,000 médicos venezolanos migrantes que trabajan en Argentina, Brasil, Chile, México y Perú ayudaron a combatir la pandemia. Más de 10,000 enfermeras venezolanas están de guardia en Argentina, Brasil y Perú.
Los venezolanos están aún más representados entre los trabajadores de primera línea del sector de servicios: hacen recados, van a comprar comestibles y surten recetas para la población confinada en sus hogares.
Así sean migrantes que traen capital y diplomas o refugiados que vienen desesperados, los venezolanos son un activo disfrazado de problema. Venden bienes y servicios que impulsan los mercados y aumentan los ingresos fiscales. Los venezolanos que huyeron por la frontera hacia Roraima, en el norte de Brasil, originaron suficientes impuestos en el 2018 (alrededor de US$ 18 millones) para compensar el costo que tiene para el Gobierno regularizarlos.
Los expatriados venezolanos generalmente son más jóvenes, en promedio, que las sociedades que los acogen. También tienen mayor educación que sus pares en el país adoptivo, lo que representa una ganancia intelectual para sus anfitriones. Con contratos adecuados y permisos de residencia, argumentaron expertos de la OIT en un estudio reciente, los países anfitriones podrían aprovechar sus habilidades, experiencia y valor para impulsar el crecimiento e incluso aumentar la productividad crónicamente rezagada de la región.
“Pensamos que los migrantes son vulnerables, pero producen, consumen y contribuyen a las sociedades y la economía”, dijo el especialista en migración de la OIT, Francesco Carella. “Si se les protege y se les reconoce, eso es ventajoso para el Estado anfitrión”.
Tomemos como ejemplo a Colombia, donde los venezolanos están sobrerrepresentados en los sectores más afectados por la pandemia. Antes del COVID-19, al menos 12 venezolanos trabajaban en la construcción por cada siete colombianos, mientras que tres veces más venezolanos trabajaban en hoteles y restaurantes.
Estos trabajadores serán cruciales para reactivar la economía pospandémica de Colombia y, sin embargo, debido a que la mayoría de ellos trabajan de manera no oficial, solo con un contrato verbal y sin documentos de residencia, la recuperación se verá obstaculizada.
“Debido a su invisibilidad, lo que estamos viendo hoy no es representativo de la contribución transformadora que los venezolanos podrían hacer a sus países de destino”, me dijo Bahar de Brookings Institution. “Si las naciones pudieran sacar a estas personas de las sombras, podrían hacer una contribución real a la economía anfitriona”.
Los latinoamericanos no son ajenos al daño y las injusticias de una política cerrada a la inmigración. Lideraron al mundo en la oposición a los planes del expresidente estadounidense Donald Trump de construir un muro fronterizo con México. Los países de Sudamérica y Centroamérica se enorgullecen de albergar a las personas provenientes de las guerras mundiales, las matanzas y la miseria. Venezuela, en particular, acogió a disidentes y exiliados vecinos que huían de las dictaduras que gobernaron la región a fines del siglo XX.
Sin embargo, durante décadas, la proporción general de ciudadanos extranjeros se mantuvo pequeña y fue absorbida fácilmente por sociedades relativamente tolerantes. El cambio demográfico puede explicar el malestar reciente. Liderada por los venezolanos, la población chilena nacida en el extranjero aumentó seis veces, de 1.3% de la población general en el 2002 a casi 8% en el 2019. Perú ha acogido a unos 830,000 venezolanos, la mayoría de ellos en los últimos años. En ninguna parte la afluencia ha sido tan intensa como en Colombia, ahora un refugio para cerca de 2 millones de venezolanos, casi 36% de toda la diáspora venezolana.
Ahora, los venezolanos en Colombia ya no son considerados como invitados, sino que como molestias, mendigos o incluso delincuentes. No importa que las acusaciones de robo de empleo o supresión salarial por parte de los migrantes aún no se hayan justificado. Un estudio reciente sobre el aumento de la delincuencia en las regiones fronterizas de Colombia descubrió que los venezolanos son más propensos a ser víctimas de violencia que sus perpetradores.
Tales narrativas nativistas son casi un cliché en Europa y Estados Unidos, pero son inquietantemente nuevas en una región con un legado de tolerancia y apellidos provenientes desde los Balcanes hasta Levante. Cuando los venezolanos hambrientos se volcaron sobre los Andes bolivianos para cruzar a la pequeña localidad de Colchane, en el norte de Chile, se encontraron con un rechazo nacionalista.
“No podemos aceptar que Chile se convierta en Venezuela”, dijo el candidato presidencial de derecha José Antonio Kast.
Más sorprendentemente, la alcaldesa de Bogotá, Claudia López, quizás la política abiertamente LGBTQ más prominente de Latinoamérica, que hizo campaña bajo una pancarta de inclusión, se unió al coro de críticas tras un homicidio de alto perfil vinculado a un migrante venezolano. “Tenemos inmigrantes venezolanos muy violentos aquí”, dijo recientemente. “... primero asesinan y luego roban... ¿Qué garantías quedan para los colombianos?”
La reacción hace que la reciente iniciativa del presidente colombiano, Iván Duque, de extender el estado de protección temporal a los venezolanos expatriados sea aún más notable. La política de Duque otorga protección a hasta 1.8 millones de migrantes y refugiados durante 10 años, allanando el camino para que puedan realizar trabajos formales y recibir beneficios de salud, incluidas las vacunas contra el COVID-19.
Si bien la medida molestó a muchos colombianos, los expertos en migración dicen que la política podría ayudar a proteger a los trabajadores locales al eliminar el incentivo para pagar mal a los ilegales.
“Cuando los migrantes obtienen un estatus legal, ingresan al mercado laboral en igualdad de condiciones”, dijo Carella. “Eso significa que no cuesta menos contratarlos”.
La crisis de refugiados de Venezuela era un desafío hemisférico incluso antes de la pandemia. El COVID-19 la ha empeorado. Sin embargo, ambas emergencias han demostrado que rechazar a los vecinos necesitados no es solo duplicar la injusticia, sino que también es una autolesión. Latinoamérica ha tenido suficiente de eso.