Una foto de familia, un acolchado y comida”: en Krasnogorivka (este de Ucrania), Maria, de nueve años, prepara su mochila que tendrá que cargar si se produjera un ataque ruso, ante la mirada de su madre.
La planificación de una posible evacuación se ha convertido en rutina para esta numerosa familia, que reside en un edificio de varios pisos parcialmente destruido por obuses de mortero.
Desde el 2014, Krasnogorivka conoce la guerra contra los separatistas prorrusos, apoyados por Moscú. A pesar de una relativa calma, disparos esporádicos continúan perturbando a la pequeña ciudad.
“El edificio fue alcanzado directamente en cuatro ocasiones. Tenemos miedo todo el tiempo. Nuestro vecino fue herido por metralla tres meses atrás”, señala Natalia Chanovska, de 45 años, madre de seis hijos. En su apartamento hay agujeros de balas en las paredes.
“Todos tienen miedo”
Desde hace ocho años, esta familia no cuenta con gas y calefacción, por lo que instalaron una estufa tradicional alimentada con leña, que recogen en las cercanías.
Y, Natalia tiene miedo de que los problemas no terminen de agotarse aquí. “La línea del frente está muy cerca. Todos tienen miedo, y nosotros también”, confía.
Actualmente, los más de 100,000 soldados rusos desplegados en la frontera con su país hacen aumentar la angustia de la mujer, residente en el epicentro del conflicto, que ha provocado unas 14,000 muertes en ocho años, de acuerdo a la ONU.
En esta ciudad con apenas 15,000 habitantes, las autoridades han solicitado a particulares, escuelas y hospitales que preparen sus refugios.
Así, por ejemplo, el principal hospital de Krasnogorivka renueva el agua en su refugio, un local que data de la época soviética.
“Podemos acoger a vecinos y al personal del hospital en caso de ataque. Si comienzan los bombardeos instalaremos camas allí. Hay espacio para hasta 280 personas”, señaló Serguéi Fedenko, director del hospital.
Al comenzar la guerra, en el 2014, muchos habitantes se refugiaron allí durante más de tres meses. Pero, en la actualidad la situación se complica a causa de COVID-19.
“No podemos trasladar al refugio a los enfermos que necesitan oxígeno. No es posible moverlos en caso de tiroteo. No sé qué es lo peor para ellos”, afirma Tetiana, una enfermera que no quiere revelar su apellido; cuya opinión es contraria a la de las autoridades.
Por su parte, Ludmila Isaichenko, de 73 años, paciente con una enfermedad neurológica, es fatalista. Si Rusia ataca, se negará a descender al refugio.
“Si disparan pienso acostarme y no moverme, pase lo que pase. Pero, tengo miedo permanentemente, al menor ruido, cuando alguien destapa una botella, tengo la impresión de que están bombardeando”, señala.
Dinero, pasaporte y marcharse
Ilia Jelnovatsky, estudiante de 16 años, muestra la trampilla que hay en la cocina de su casa, que oculta la entrada a un refugio en el sótano. “Nos ha salvado la vida mil veces”, afirma.
Luego muestra sus provisiones, consistentes en frascos con tomates y pepinos.
“En caso de ataque ruso”, en un principio el adolescente y sus familiares planean huir, pero no para siempre. “Hay que tomar el dinero, el pasaporte y marcharnos. Pero, volveremos”, asegura.
Inclusive, cuenta con un plan en caso de evacuación, pero tiene la esperanza de que los temores no se materialicen y no sea necesario ponerlo en marcha, a causa de que se han registrado pocos tiroteos fuertes desde comienzos del año.
No obstante, esto no es suficiente para Natalia Chanovska y su prole. “Si todo recomienza, tendremos que refugiarnos en el sótano, donde no contamos con agua ni luz. La vida aquí es muy dura, me inquieta”, apostilla.