Por Andreas Kluth
A medida que un nuevo coronavirus se propaga en China y otros países, recuerdo mi tiempo en Hong Kong durante el brote SARS del 2003. En aquel entonces, pasé una hermosa primavera usando máscaras en público pero principalmente trabajando desde casa, mientras informaba sobre la enfermedad y la lucha para contenerla.
Todos los días, a la misma hora —3:20 p.m., si no falla mi memoria—, revisaba un sitio web oficial de Hong Kong, en el que confiaba por completo, para revisar los nuevos casos del día. Recuerdo mi alivio cuando las cifras finalmente tendían a la baja. Cuando todo terminó, se sentía como si el SARS hubiera sido un tiro de advertencia.
Porque algo es seguro: la próxima pandemia llegará, y podría parecerse a la gripe española de 1918, que infectó a 500 millones de personas. Las preguntas son cuándo, dónde y cómo, y si estaremos listos a nivel colectivo. Insisto en “colectivo” porque una pandemia, al igual que el cambio climático, no respeta ni pasaportes ni fronteras. No ponemos en cuarentena, curamos o salvamos primero a Estados Unidos, ni a China, ni a nadie primero. O ponemos a la humanidad de primeras, o todos perderemos.
Existen otros vínculos entre el cambio climático y las pandemias (y, para ser claros, el brote actual aún está lejos de ser una). La conexión principal es que el calentamiento global en realidad crea nuevos vectores de enfermedades. A medida que el permafrost se descongela en lugares como Siberia, resurgirán los virus que han estado congelados durante milenios y contra los cuales los animales y los humanos ya no tienen resistencia. Además, a medida que la desertificación y otros efectos secundarios del calentamiento traspasan los límites entre hábitats, las especies entrarán en contacto con criaturas que nunca antes habían encontrado. Así es como los virus comienzan su travesía.
¿Cuáles son, entonces, mis lecciones del brote SARS? Primero, que debemos prever la naturaleza humana, tanto en su perfidia como en su heroísmo. Observé cómo el SARS atacó a varias culturas de maneras totalmente diferentes.
China continental al principio suprimió información al respecto, por temor a pérdidas económicas o agitación política. Pero eso permitió que el virus se extendiera más y más rápido por más tiempo del necesario. Luego, una vez que China se abrió sobre el tema, su gente ya no confiaba en la información del Gobierno. Los rumores circulaban y a menudo prevalecían sobre los hechos, lo que obstaculizaba la respuesta oficial.
Singapur, por el contrario, estuvo a la altura de su reputación de disciplina férrea con cuarentenas inmediatas que inicialmente consideré draconianas e iliberales, pero de mala gana respeté. Taiwán inicialmente mostró el lado más oscuro del individualismo, ya que algunos empleados del hospital, para protegerse a sí mismos y a sus familias, eludieron sus deberes. En Hong Kong (y luego en Taiwán y otros lugares también) sucedió lo contrario, pues enfermeras y médicos cuidaron a las víctimas y lucharon valientemente contra el virus.
Nadie que haya leído “La peste” de Albert Camus o “Ensayo sobre la ceguera” de José Saramago debería sorprenderse de que los seres humanos, individualmente y en multitudes, respondan de manera impredecible a tales crisis. Algunos acumularán medicamentos o alimentos escasos que otros necesitan con mayor urgencia. Algunos dejarán la cuarentena para estar con sus seres queridos. Algunos cumplirán con su deber, otros no.
La mayor lección que parece haber aprendido China es que el Gobierno debe ser despiadadamente honesto y transparente. Cuantos más hechos, mejor. No esconder nada. Mi confianza en ese sitio web de Hong Kong fue lo que finalmente me hizo creer que el SARS estaba perdiendo fuerza. Una vez que se rompe la confianza entre la población y el Estado, controlar un brote se vuelve casi imposible.
Otra lección es, afortunadamente, una que ya hemos aprendido. La detección y el monitoreo, actividades que generalmente deben usarse con precaución en sociedades libres, se vuelven necesarias en un brote y son efectivas. Incluso ahora, varios aeropuertos de todo el mundo monitorean de manera digital la temperatura corporal de los pasajeros que llegan desde Wuhan, el centro del nuevo brote.
La cuarentena debería ser voluntaria al principio y luego alentada activamente por empleadores y el Gobierno. Quien pueda trabajar desde casa, a través de Skype y demás, debe hacerlo, sin temor a la recriminación. Mientras más personas puedan seguir actuando por su propia voluntad, más "control" creen que tienen, se mantendrán más tranquilos y más cooperativos. Una vez que un brote se sale de control, por supuesto, las cuarentenas deben ser obligatorias.
Sin embargo, la lección más profunda es que debemos cooperar como especie, con un enfoque geopolítico que parece haber pasado de moda: el multilateralismo. Siempre hemos estado encerrados en una carrera armamentista entre la evolución de virus, bacterias y hongos y nuestros medicamentos contra ellos. Cuando aparece un nuevo virus, nos amenaza potencialmente a todos y deberíamos combatirlo de la mano.
Esto significa que el genoma de un nuevo insecto, donde sea que se recolecte por primera vez, debe secuenciarse y ponerse a disposición de inmediato, como código de computador de código abierto, para investigadores certificados en todas partes (aún se necesita que la Organización Mundial de la Salud o algún otro organismo acredite al científico para que el genoma no llegue a manos de terroristas). Todo laboratorio y científico debería compartir sus ideas con toda la profesión.
La mala noticia es que no podemos garantizar que los humanos se enfrentarán a amenazas globales como el cambio climático o las pandemias, porque somos muy propensos a priorizar lo que percibimos como nuestros propios intereses, o los de nuestras naciones, solo para sufrir las consecuencias después. La buena noticia, y esto también es algo que aprendí del SARS, es que cada vez que nos unimos para vencer una nueva amenaza, recordamos cuánto tenemos en común y luchamos mejor a la siguiente vez.