Casi cuatro años después de un esfuerzo fallido por aferrarse al poder, el ícono socialista boliviano Evo Morales nuevamente se postula a la presidencia. A pesar de todos sus logros, la ansiedad palpable por su intento de volver es justificada.
Hace unos 15 años, comencé mi carrera periodística cubriendo a Morales durante una estancia de 18 meses en La Paz a partir de 2008. En 2005, había sido elegido el primer presidente indígena de Bolivia, y lideraba lo que se convirtió en un período de notable éxito para la economía más pobre de Sudamérica.
Su aplastante victoria trajo estabilidad a una sociedad convulsionada; sus programas de redistribución ayudaron a reducir la pobreza y la desigualdad; y su historia personal —como cocalero aimara convertido en jefe de Estado— caló en el público de todo el mundo. En aquella época, supervisaba una economía equivalente a una centésima parte de la de su vecino Brasil, pero parecía representar algo más grande (y sabía cómo presionar a los medios de comunicación extranjeros), por lo que a menudo era noticia en las Naciones Unidas y otros foros.
Durante ese tiempo, tuve un asiento en primera fila para ver la acción, y la mayoría de las veces comprobé que Morales estaba a la altura de las circunstancias. Aunque arremetía regularmente contra el “imperio norteamericano” y los males inherentes a su agenda política “neoliberal”, me dio la bienvenida —a mí, un periodista gringo novato que trabajaba para una agencia de noticias de negocios y finanzas— al relativamente pequeño cuerpo de prensa presidencial, y pareció responder con transparencia a las preguntas caprichosas que le planteé para Bloomberg News. Junto con otros miembros de la prensa, estuve con él en desayunos y conferencias de prensa en el palacio presidencial y volé con él en su avión. Quizás era joven, ingenuo y estaba fuera de mi elemento, pero creía que Morales quería hacer lo correcto para el pueblo boliviano.
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Por supuesto, siempre hubo señales de problemas al acecho difíciles de pasar por alto. Estableció profundos lazos de política exterior con Irán, China y Rusia. Su política exterior parecía ser la siguiente: Estados Unidos y la economía “neoliberal” eran malos, así que cualquiera que irritara a Washington merecía ser reconocido. Además, su éxito económico estaba estrechamente ligado al auge de las exportaciones de gas natural, y no tenía un plan a largo plazo para cuando se acabara el tren de la abundancia.
Los verdaderos problemas con Morales —que recuerdan a los chavistas en Venezuela y a Daniel Ortega en Nicaragua— comenzaron a surgir más tarde en su presidencia, cuando reveló que su adicción al poder superaba su compromiso con la democracia. La Constitución le permitía dos mandatos presidenciales, pero en 2013 aprovechó un vacío legal para presentarse con éxito a un tercer mandato. En 2016, celebró un referéndum para abrir la puerta a un cuarto mandato, y perdió, pero ignoró el resultado. Ello desembocó en la crisis de gobernabilidad y su exilio en 2019. Ahora, ha vuelto.
¿Qué significa esto para el boliviano común y corriente? En su mayor parte, la presidencia de Morales fue un buen período para la economía boliviana, y los observadores tienden a atribuir gran parte de ello a una combinación de buen momento (los precios de los productos básicos del país estaban en auge) y políticas (tres programas de transferencia en efectivo llegaron a alrededor del 30% de la población y ascendieron al 1.5% del PBI de 2014, según un análisis del Fondo Monetario Internacional). Está claro que lo primero permitió mucho de lo segundo, pero es difícil exagerar el impacto de las políticas para las personas mayores y los más jóvenes (la esperanza de vida y la finalización de la educación primaria aumentaron significativamente).
Otra característica clave de la presidencia de Morales fue la apariencia de estabilidad. Cuando Morales llegó a la presidencia en 2005, los incendios sociales y políticos ardían. El país acababa de sufrir una crisis financiera y económica; la nación cambiaba de presidente a razón de uno por año; y la presidencia de Gonzalo Sánchez de Lozada, o “Goñi”, había terminado con protestas violentas y, en última instancia, con sangre inocente en las calles.
Fue un período tan doloroso que aún se sienten sus repercusiones. (La semana pasada, las víctimas de una masacre perpetrada en 2003 a manos de las fuerzas gubernamentales llegaron a un acuerdo con Sánchez de Lozada y su ministro de Defensa tras un proceso judicial de años en EE.UU., donde los ex líderes se refugiaron tras la tragedia). Nadie más que Morales tenía la historia personal única y el poder de persuasión con los movimientos sociales del país para calmar la tormenta y crear el tipo de estabilidad que suele ser una condición previa para el crecimiento.
Pero Bolivia se encuentra hoy en una situación diferente. Las exportaciones de gas natural se han desplomado, enfrenta una inminente crisis de balanza de pagos y agota sus reservas de divisas tratando de defender la paridad de su moneda frente al dólar. A pesar de su reputación de agitador y de los sentimientos extremos que genera entre sus oponentes políticos, Morales se destacó como una fuerza tranquilizadora en la década de 2000. Esta vez, él y sus ideas de hace dos décadas son claramente desestabilizadores. Los acontecimientos de 2016-2019 fueron tan dolorosos para muchos bolivianos que su mera presencia en la campaña electoral agrega leña a una situación volátil.
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Lo que es más, la mejor oportunidad de Bolivia para evitar una crisis económica a gran escala podría estar en aprovechar sus riquezas de litio en beneficio del país, pero Morales ya ha demostrado ser incompetente en esa tarea. Hace una década y media, ayudé a redactar algunos de los primeros artículos en inglés sobre el litio de Bolivia. Viajé a los yacimientos de litio en el salar de Uyuni, en la zona andina del suroeste de Bolivia, y documenté la promesa de Morales no solo de explotar las mayores reservas conocidas del mundo, sino también de construir fábricas e incluso producir vehículos eléctricos. Todos estos años después, la revolución de los automóviles eléctricos está aquí, y muy poco ha salido de aquellas promesas.
Parte del problema radicaba en las elevadas expectativas. Morales —como muchos líderes latinoamericanos— temía la maldición de los recursos, sobre la que mi colega Eduardo Porter ha escrito extensamente. Morales estaba convencido de que la producción de materias primas, si no era administrada cuidadosamente por el Estado, era un juego de tontos.
Si se le daba la oportunidad, temía que las empresas mineras extranjeras se beneficiaran de las reservas y dejaran a los bolivianos con poco que mostrar, por lo que prometió —de forma poco realista— administrar cuidadosamente el proceso y fomentar la creación de todo tipo de empresas integradas verticalmente. Todo eso sonaba muy bien, pero expectativas poco realistas y una ejecución incompetente dejaron al país años por detrás de sus vecinos Chile y Argentina, ricos en litio. El actual presidente, Luis Arce, un antiguo aliado de Morales que se enemistó con su mentor, ha tenido un éxito vacilante en la reactivación del proceso. Sin embargo, una presidencia de Morales podría hacer que el Gobierno volviera a adoptar posturas políticas inútiles que, en última instancia, dejarían el proceso en punto muerto.
El anuncio del regreso de Morales la semana pasada vino acompañado de sus habituales florituras retóricas. Se pintó a sí mismo como una víctima (diciendo que estaba “obligado” a presentarse porque el Gobierno actual lo ha atacado). Se presentó como el verdadero hombre del pueblo (diciendo que solo respondía al clamor de las bases). Y acusó a Arce de derechizarse (en realidad, ha pasado de puntillas de la extrema izquierda a la vaga dirección del centro). Habiendo oído todo eso antes, es fácil para mí poner los ojos en blanco y decir: “Eso es solo Evo siendo Evo”.
Pero en este momento, Bolivia necesita un líder comprometido con la democracia, con sentido práctico y con capacidad para apagar incendios y no provocar otros nuevos. No me corresponde a mí decir si se trata de Arce o de otra persona, pero está claro que Morales no es la persona adecuada. Y debería cabalgar hacia el ocaso e intentar preservar lo que queda de su legado.
Por Jonathan Levin
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