Es la pregunta más trillada del mundo en las entrevistas de trabajo: ¿Cuál es su mayor debilidad? Y Rishi Sunak, uno de los dos candidatos para primer ministro de Reino Unido, dio la respuesta más trillada del mundo –perfeccionismo– cuando se le preguntó en una tribuna electoral online el mes pasado.
Ningún entrevistado debería responderla con una característica claramente negativa (“estupidez”, digamos, u “olor corporal”). Al igual que todos los que dijeron “perfeccionismo” antes que él, la intención de Sunak fue señalar que sus defectos son virtudes, especialmente si se le compara con el caótico estilo del Gobierno de salida de Boris Johnson.
Esta clásica respuesta es más riesgosa de lo que solía ser. En el caso de Sunak, porque el trabajo de primer ministro es, en gran medida, asignar grados de urgencia a problemas y tomar decisiones a un ritmo incesante; hasta a sus simpatizantes les preocupa que su estilo deliberativo pueda ser un escollo. Más en general, el perfeccionismo está cada vez más desfasado de la forma en que los productos son desarrollados, los empleados son tratados y la fuerza laboral es organizada.
Comencemos con el desarrollo de productos. Muchos en el ámbito digital abrazan el concepto del producto viable mínimo (MVP), en el que las empresas envían prototipos que pueden ser mejorados, o descartados, según cómo reaccionen sus usuarios iniciales. Su esencia es el antiperfeccionismo: no procrastinar, no gastar tiempo en detalles nimios, que tu producto llegue al usuario para ver cómo le va. Preocuparse por el tamaño de fuente o características bonitas es perder el tiempo; el mercado lo afinará, con criterio imparcial y acumulativo.
El creciente énfasis en el bienestar del empleado es otro motivo de que el perfeccionismo esté cayendo en desgracia. Un estudio publicado el 2017 halló que, entre 1989 y el 2016, ese rasgo estuvo en constante crecimiento entre universitarios británicos, canadienses y estadounidenses (antes de culpar a Instagram, una razón importante fue el aumento de las expectativas parentales).
La tiranía de las excesivamente altas expectativas no es positiva: una revisión exhaustiva de literatura el 2016 concluyó que el perfeccionismo está asociado con una serie de desórdenes mentales, desde depresión y agotamiento hasta estrés y daño autoinfligido.
El tipo de perfeccionismo importa. Los sicólogos distinguen entre una versión “personalista”, en la que uno se pone presión a sí mismo para desempeñarse de manera impecable; una versión “orientada a otros”, en la que uno exige a sus colegas desempeñarse con los estándares más altos; y una versión “socialmente prescrita”, en la que los empleados piensan que solo podrán progresar si cumplen las expectativas imposibles de quienes les rodean.
La gente que figura en la tercera definición parece ser especialmente proclive al estrés. Un reciente estudio realizado en Italia encontró que, mientras tener estándares extremadamente altos para el propio desempeño no es un predictor de agotamiento, sí lo era tener miedo de cometer errores.
Los perfeccionistas también pueden dañar la cohesión del equipo. En un estudio realizado el 2020, Emily Kleszewski y Kathleen Otto, de la Universidad de Marburgo (Alemania), pidieron a los participantes calificar a potenciales compañeros de trabajo basados en descripciones de sus niveles y categorías de perfeccionismo.
Los perfeccionistas fueron considerados con menos habilidades sociales y menos agradables que los no perfeccionistas. Pero a uno no tienen que agradarle sus colegas para que ellos sean eficientes: en el mismo estudio, los perfeccionistas fueron valorados como más competentes que los no perfeccionistas. Pero cuando cada vez más y más trabajo es organizado alrededor de pequeños grupos que trabajan juntos, puede ser de ayuda que los empleados no se detesten unos a otros.
En estos momentos, su gruñón interno debe estar botando espuma por la boca. Los gerentes puntillosos son profundamente irritantes pero no son tan malos como la gente que carece de estándares. Los jefes exigentes pueden ser la diferencia entre productos buenos y excelentes: “Con eso basta” no fue el mantra que hizo exitoso a Steve Jobs. Algunos empleos requieren perfeccionismo –los editores de textos, por ejemplo, o los reguladores de medicinas–. ¿Y desde cuándo ser exigente se convirtió en riesgo para la salud?
Afortunadamente, desalentar el perfeccionismo no significa sacrificar altos estándares. En una monografía publicada el año pasado, tres académicos de la Universidad de Ottawa hallaron que las personas que aspiraban a la excelencia salieron mejor en los exámenes de pensamiento creativo que quienes buscaban la perfección.
Los gerentes pueden definir explícitamente qué es trabajo de alta calidad y los plazos pueden evitar la procrastinación. El pedido de Sunak de no permitir que lo perfecto sea enemigo de lo bueno emergió mientras estaba sentado frente a un póster que tenía mal escrita la palabra “campaña”. Eso fue irse demasiado lejos.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022