Que Dios ayude al Perú. Como si uno de los brotes de COVID-19 más mortales del mundo y un colapso económico de dos dígitos no fuera suficiente castigo, ahora viene una segunda vuelta presidencial donde los contendientes de extremos ideológicos proponen terminar con lo que queda de esta dañada democracia andina.
La mayoría de los peruanos está horrorizada. Los votos nulos y en blanco superaron a la cifra combinada del favorito de primera ronda, Pedro Castillo, un supuesto marxista con una agenda de 77 páginas de dirigismo socialista, y de su contendiente de derecha, Keiko Fujimori, famosa por su plan para indultar a su padre, un exdictador encarcelado por violaciones a los derechos humanos.
Y sin embargo, para los cristianos ultraconservadores emergentes del Perú, esta elección es una respuesta a sus oraciones: de todas formas ganan.
Cualesquiera que sean sus diferencias ideológicas, Castillo y Fujimori convergen en una agenda —que incluye la oposición al matrimonio homosexual, a la política de género y al aborto— que es apreciada por los evangélicos cuya fe y convicciones políticas están cada vez más entrelazadas en el hogar y en la plaza pública.
Los políticos latinoamericanos de derecha e izquierda ignoran, a su propio riesgo, la creciente influencia y asertividad de esta cohorte inquieta. Al menos una quinta parte de los latinoamericanos y hasta cuatro de cada diez centroamericanos se identifican como protestantes evangélicos, encabezados por los pentecostales fundamentalistas.
El surgimiento de los conservadores orientados a la familia ha hecho que la democracia electoral sea más diversa y mucho más complicada, convirtiendo casi todas las campañas políticas en un campo minado de moralismo.
Agregue el sistema de partidos hiperfragmentado de América Latina (Perú tenía 18 candidatos presidenciales, Brasil tiene 33 partidos registrados) y el predominio de las elecciones de dos rondas, y cualquier evangelizador con seguidores puede intentar llegar al palacio. Sin embargo, en la búsqueda intensiva de votos evangélicos, los políticos complacientes pueden adoptar soluciones que agudicen las divisiones sociales y tengan un alto costo fiscal.
En todo caso, el enorme número de víctimas de la pandemia ha incrementado los intereses políticos en la región, donde la desesperación ha corroído las instituciones democráticas y fomentado la extravagancia populista (Castillo pide cancelar toda la deuda peruana y nacionalizar todas las tenencias mineras y energéticas) e incluso ha alimentado el pensamiento mágico.
“Cloroquina, cloroquina... sé que puedes curarme en el nombre de Jesucristo”, cantó una congregación brasileña el año pasado en medio de la pandemia.
Hoy en día es común combinar la religiosidad con la política derechista. El presidente brasileño, Jair Bolsonaro, considera a los predicadores evangélicos como sus confidentes y a sus fieles, como sus partidarios más fervientes.
Inició su campaña del 2018 haciendo alarde de su conversión al protestantismo evangélico: fue bautizado en el río Jordán por un pastor brasileño en el 2016, aunque sin renunciar al catolicismo, y consolidando su marca con elogios destinados a los oídos evangélicos. Al asumir el cargo tras la destitución del socialista Evo Morales en el 2019, la boliviana Jeanine Añez entró al palacio presidencial en La Paz blandiendo una Biblia.
En Costa Rica, el cantante evangélico Fabricio Alvarado apareció de la nada y ganó la primera ronda de la carrera presidencial de Costa Rica en el 2018. Perdió la segunda vuelta, pero su partido pentecostalista obtuvo 14 escaños legislativos, frente a los 4 del 2014.
Quizás aún más notables, sin embargo, son los candidatos de izquierda que se han inclinado ante el progresismo. A pesar de todo su brío rebelde, los zurdos de la antigüedad eran culturalmente tradicionalistas que a menudo compartían las nociones de los valores familiares, el matrimonio y las pater familias de los evangélicos.
“La extrema izquierda de América Latina estaba llena de conservadores sociales, con ideas preconcebidas sobre sexualidad y género”, dijo el politólogo de Amherst College, Javier Corrales. “Nos gustan los hombres viriles, las guerrillas y los obreros”. Esa política de los hombres alfa unió a muchos líderes de la Marea Rosa de izquierda, desde el ecuatoriano Rafael Correa hasta el comandante bolivariano de Venezuela Hugo Chávez, quien llegó al poder en América Latina durante la década del 2000.
Pero una generación más joven de liberales sociales incorpora la diversidad étnica, el feminismo y la política del arco iris, una agenda que ha puesto a la izquierda en vías de una colisión con los votantes conservadores emergentes, que tienden a ver sus casas y hogares asediados por laicos y agnósticos.
“Es difícil hacer campaña con una agenda socialmente liberal y aún atraer a evangélicos”, me dijo Amy Erica Smith, académica de religión latinoamericana en la Universidad Estatal de Iowa. “No he encontrado muchos evangélicos progresistas”.
Entonces, ¿cómo apelan los izquierdistas contemporáneos a este crucial voto decisivo sin perder sus almas? Si el dogma y una interpretación estricta de las Escrituras prevalecen en el Cinturón Bíblico de Estados Unidos, el pragmatismo es el evangelio en las comunidades marginadas de América Latina, cuyas iglesias también sirven como refugios en medio de la agitación.
En las maltratadas favelas de Río de Janeiro, por ejemplo, cualquier día podría tener que llegar a un acuerdo con personajes desagradables, hacer la vista gorda o compartir las calles con bandas de narcotraficantes, policías y “milicias” vigilantes, cada una de las cuales tiene sus códigos de honor y límites.
Eso significa que los políticos ambiciosos de una plenitud de partidos deben cortejar el voto religioso sin sacrificar sus agendas seculares, incluso cuando los feligreses analizan la campaña para encontrar soluciones entre falsas promesas.
La pandemia ha hecho que este desafío político sea mucho más difícil. En Perú, la disfunción política, además de la emergencia de salud mal manejada, derrocó a dos presidentes en una sola semana, desmotivó a la legislatura y saboteó las perspectivas de un saludable repunte pospandémico.
“En un Estado que ha demostrado ser incapaz de ofrecer resultados, con una tasa de vacunación irrisoria y donde el crecimiento del PBI no ha llegado a las billeteras de las personas, el alcance de hablar de cualquier cosa que no sea pan y mantequilla es casi nulo”, dijo Nicolás Saldías de Economist Intelligence Unit. Al mismo tiempo, el caos económico provocado por la pandemia está superando la capacidad ya limitada de los políticos para responder con más ayuda.
Si hay reglas para tal compromiso político, la falsa piedad no lo romperá, sobre todo para la izquierda política. “La izquierda está preocupada de cómo atraer a los evangélicos”, me dijo el sociólogo Edin Sued Abumanssur, que estudia religión en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo “Es una partida falsa. Los políticos no necesitan cristianizarse. Necesitan idear buenas políticas y un plan político creíble para llevar a cabo”.
Para los políticos proselitistas, los cristianos evangélicos no son solo una trampa partidista, sino que un cuento con moraleja. Ofrézcales un camino viable creíble hacia la salud, el trabajo y un mejor sustento, y las encuestas pueden mejorar. ¿Pero complacer sus creencias con la esperanza de recibir votos y responder a los legítimos llamados para un pacto social más sólido con tonadas libertinas? Eso puede requerir una intervención verdaderamente divina.