En un campo de fútbol de una barriada de la capital de Perú, un país donde el béisbol no es popular, un grupo de niños venezolanos lanzaban pelotas de cuero, las golpeaban con un bate o las atrapaban con sus guantes arrojándose al suelo tapizado de polvo.
“Este es un camino de sufrimiento”, los arengaba Franklin López, el entrenador venezolano de Astros, una de las cinco academias de béisbol integradas por niños migrantes que existen en Lima. “Aquí se mejora sufriendo”, repetía mientras los niños se limpiaban el sudor del rostro.
La academia no ha tenido un camino sencillo. Tuvo que cambiar de campo porque un grupo de vecinos los echó por ser venezolanos y en otra zona siempre encontraban el terreno encharcado de agua las tardes de los martes y jueves cuando entrenaban. “Era discriminación”, recordó el entrenador.
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Los peruanos que cruzan por el predio ubicado en un extremo de Lima, una ciudad desértica de 10 millones de habitantes, suelen quedarse a observar. “¿Cómo se llama ese deporte?”, preguntó una niña. “Es de otro país”, le respondió la madre y siguieron su camino.
Los niños migrantes se educan en colegios de Lima, donde solo se juega al fútbol y nunca al béisbol, el deporte estrella en Venezuela.
De los más de siete millones de venezolanos que abandonaron su país durante la compleja crisis que ha marcado los 11 años de presidencia del presidente Nicolás Maduro, más de 1,5 millones se dirigieron a Perú y la mayoría llegó después de 2017, cuando el entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski dijo que eran bienvenidos. De ellos más de un millón viven en Lima, según la agencia de refugiados de las Naciones Unidas.
“Hay algo en mi corazón venezolano que le va al béisbol”, contó Dylams Yépez, de 8 años, en medio de un entrenamiento. Dylams nació en Puerto La Cruz, frente al mar Caribe, y llegó a Lima a los dos años. Su mayor recuerdo de Venezuela es aquella mañana de sol en la que su padre le enseñó a lanzar piedras al mar.
Su encuentro con el béisbol fue más tardío que el de sus compañeros. Su padre, Raúl Yépez, quería enseñarle, pero enfermó de leucemia en 2018. “Los doctores me desahuciaron”, comentó el hombre, un taxista de 32 años. Tras 24 meses de tratamiento en un hospital público, pese a quedar anémico y perder el cabello, la quimioterapia surtió efecto y contra todos los pronósticos venció al cáncer en medio del asombro de los médicos. “No quería morirme sin verlo crecer”, dijo Yépez.
Entonces padre e hijo comenzaron a jugar frente a la casa donde viven y en 2022 Yépez se enteró a través de unos amigos de la existencia de Astros y matriculó a Dylams. Para entrenar le tuvo que comprar un guante en una tienda virtual porque los negocios locales no ofrecen demasiados accesorios de béisbol.
Un guante traído de Venezuela conecta a Deremi Becerra, de 10 años, con su padre Donovan Becerra, muerto en Lima por COVID-19 tres años atrás, cuando tenía 34 años. “A mi papá le gustaba este deporte”, recordó Deremi en el pequeño apartamento donde vive, en la azotea de un edificio. En la esquina de la sala hay dos pelotas de béisbol, una gorra, un retrato de su padre y algunas pequeñas banderas de Venezuela y Perú.
Por más de un año, Deremi tuvo las cenizas de su padre en una caja hasta que a fines de 2023 viajó con su madre Mailin Mendoza y su abuela Bertha González a enterrarlo en su natal Los Teques, la ciudad donde Bertha, una maestra de infantes de 62 años, crio sola a su hijo muerto en Perú.
La abuela, quien se quedó en Lima para cuidar de su único nieto, es quien lo lleva a entrenar. Y mientras lo observa sentada en una banca, por momentos recuerda a su hijo. “Comprábamos un par de cervezas, plátano frito y nos poníamos a ver los juegos... Yo soy de Los Tiburones de la Guaira, mi hijo era de los Leones del Caracas, igual que mi nieto y mi nuera es de los Navegantes del Magallanes”, dijo la mujer.
Los familiares que acompañan a los niños al entrenamiento los martes y jueves, por un costo de US$ 24 mensuales, dejan por un par de horas sus labores de comerciantes o taxistas, a veces toman café o simplemente conversan en voz alta en los alrededores del parque, donde se escuchan distintos acentos venezolanos.
También se reúnen los fines de semana cuando los pequeños peloteros compiten en una liga alternativa iniciada en abril por las cinco escuelas de béisbol de migrantes que tienen nombres inspirados en los equipos de las Grandes Ligas de Estados Unidos o en los de la Liga Venezolana de Béisbol Profesional.
Rigoberto Roso —un profesor de educación física que en Perú trabaja como repartidor de comida rápida y organiza la liga alternativa— dijo que el campeonato, donde el triunfador recibe una pequeña copa y un diploma, fue creado para que los niños se mantengan activos y compitan al menos una vez por semana. “La idea es que juguemos a un buen nivel y no sólo por recreación”, dijo Roso.
Un sábado reciente los chicos de Astros, cuyo nombre recuerda al famoso equipo de Houston, se enfrentaron con Cachorros, vestidos con los tradicionales rojo, azul y blanco de la escuadra de Chicago, en un extenso y descuidado campo de tierra en el distrito más poblado de Perú, San Juan de Lurigancho.
Roberto Sánchez —un árbitro de béisbol que trabaja como mototaxista— y Roso trazaron los límites del campo con cal poco antes del encuentro. “Todos los que ve aquí son personas apasionadas por el béisbol”, dijo Sánchez.
Los uniformes deportivos, fabricados en una zona de Lima donde se confecciona todo tipo de ropa, llegaron muy limpios, pero a los pocos minutos lucían cubiertos de polvo. Un grupo de madres coreaba frases en apoyo a sus pequeños. “Vamos mi pitcher, vamos mi catcher, que no la vea, que no la vea, que no la vea, que no la vea”, decían en medio de risas y aplausos. Un padre le acomodaba el cinturón a su hijo, otro le daba instrucciones al suyo moviendo las manos.
“¿Ve a esas mamás, a esos papás?”, dijo el árbitro acomodándose los anteojos de sol. “Sin ellos, sin sus recuerdos, sin la alegría... el béisbol se hubiera acabado”.