PODER LEGISLATIVO. En materia de legislación económica, se podría decir que el actual Congreso cumplió su primer año batiendo récords de generosidad –con dinero de los contribuyentes–. Y también se consagró por la manera desprolija y superficial con la que ha debatido los numerosos proyectos de ley que comprometían recursos públicos, fondos privados o que conllevaban consecuencias socioeconómicas. Esa falta de mesura, en unos parlamentarios que aparentemente solo buscan el rédito político de corto plazo, tendrá enormes costos en el mediano y largo plazo, pues comprometerán la recaudación fiscal y el crecimiento del PBI. Los (malos) ejemplos abundan, desde la aprobación de la devolución de aportes al Fonavi, que tendrá que hacerse con dinero que hoy es inexistente, porque ese tipo de pagos requiere de procesos de programación presupuestaria para varios años. El pleno también aprobó el pago de la bonificación especial a profesores por preparación de clases. Al parecer, los congresistas no tienen conocimiento de que el MEF elabora un Marco Macroeconómico Multianual en el cual establece los compromisos de gasto gubernamental para el mediano plazo, los que están sustentados en sus proyecciones de ingresos (vía recaudación o endeudamiento), siguiendo principios de prudencia y estabilidad –que el Congreso claramente no posee–.
Pero en cuestión de costos a futuro, el mayor daño ocasionado por el Legislativo no será a las finanzas públicas sino a la educación. Aparte de imponer ideas ultraconservadoras y anacrónicas en el currículo escolar, se ha traído abajo la reforma universitaria, despojando a la Sunedu de las funciones principales para las que fue creada. Habrá que esperar qué acciones tomarán esa entidad y otras que han seguido defendiendo la reforma, pues es crucial seguir dando batalla para evitar que retorne el sistema de universidades informales que ofrecían títulos que en el mercado laboral no valían nada.
Por supuesto que no faltaron las leyes que exoneran o rebajan impuestos, que fueron aprobadas al caballazo, sin las debidas sustentaciones técnicas ni debates con especialistas del Gobierno o privados. El colmo de la chapucería fue la exoneración del IGV a alimentos que no eran básicos sino suntuarios, pues ningún parlamentario ni asesor se tomó el trabajo de revisar el detalle de las partidas arancelarias (el MEF tuvo que enmendarles la plana). Y hace unos días, aprobaron rebajar de 18% a 8% el IGV que pagan restaurantes y hoteles, pero con una serie de requisitos que complicarán su aplicación. Y así por el estilo.