El llanto de un niño afgano se mezcla con la megafonía del aeropuerto Dulles, a las afueras de Washington. Acaba de llegar otro grupo de refugiados procedente de Kabul que, tras parar en Catar y Alemania, por fin ha aterrizado en Estados Unidos, un destino que evoca alivio, esperanza e incertidumbre.
Los refugiados andan rápido por el aeropuerto mientras un funcionario del Departamento de Estado de Estados Unidos les hace señas con los brazos para que se dirijan a uno de los autobuses que espera fuera de la terminal con la misión de trasladarles a un centro, donde podrán ducharse y descansar.
“Ahora que estoy aquí estoy bien. Fue difícil, muy difícil”, cuenta Farah, que va segunda en la fila de refugiados que se dirige al autobús.
Ha conseguido traer consigo a su hermana y su hermano, a los que señala con el dedo y que justo van delante de ella. El hermano, con una túnica verde, se da la vuelta varias veces y le hace un gesto para que apresure.
“Mis padres todavía están en Kabul. Estamos muy preocupados, no sabemos qué les puede pasar”, confiesa.
La conversación se interrumpe cuando Farah se sube al autobús. El vehículo, sin embargo, no sale inmediatamente y espera hasta estar completamente lleno.
Cada cinco o diez minutos, se dirige a los autobuses un grupo nuevo de afganos: uno de ellos está liderado por un hombre en silla de ruedas, al que sigue una mujer con una niña tomada de la mano derecha y en la izquierda otro niño con una camiseta amarilla que se desplaza dando saltitos.
Otro de los grupos de afganos está integrado completamente por hombres, casi la mitad de ellos con muletas, y que niegan con la cabeza cuando algún periodista se les acerca.
La mayoría de las mujeres lleva la tradicional túnica negra, pero una de ellas viste de azul con un velo color mostaza. Apenas habla inglés, pero cuando Efe le pregunta cómo se siente, ella se baja la mascarilla y deja al descubierto una gran sonrisa: “Estoy feliz”, proclama.
A otros, sin embargo, todavía les pesa el dolor y la angustia de los últimos días.
Una agónica travesía
Soozan, de 22 años, explica que llevó la misma ropa por una semana: el 18 de agosto, tres días después de que los talibanes tomaran Kabul, consiguió subirse a un avión junto a su marido y desde allí fueron hasta una base militar en Catar que estaba “llena de gente” y, luego, a otra en Alemania.
“Fue muy duro, no me gustó”, dice con resignación, aunque se alegra de haber alcanzado Estados Unidos, debido al “terror” que le provocan los talibanes.
“A ellos -añade- no les gusta la gente. Si saben que has ido a la escuela o que has trabajado con los estadounidenses, entonces ya estás en riesgo”.
Una vez que están repletos, los autobuses se dirigen a un centro de 9,000 metros cuadrados, donde suelen celebrarse convenciones de negocios, pero que ahora se ha transformado en un albergue temporal para los afganos.
Las instalaciones están rodeadas de una valla negra, lo que impide a la prensa ver cómo -uno tras otro- decenas de autobuses acceden a las instalaciones para dejar a los refugiados.
Desde ese centro de convenciones, los afganos se desplazarán a instalaciones militares de la región o de otras partes del país. Es para algunos un paso más en la travesía, después de Kabul, Catar y Alemania; pero para aquellos que tienen un permiso de residencia es el fin del viaje.
“Era como el fin del mundo”
Ese es el caso de Fawad, quien, tras descansar unas horas en el centro de exposiciones, está ahora esperando un Uber para ir al aeropuerto y poder llegar a su casa en San Diego (California).
Explica que viajó a Afganistán hace algo más de un mes porque quería visitar a su familia. “No había visto a mi padre ni a mi madre en siete años y decidí ir a verles. Antes de ir, vi que no estaba pasando nada en Afganistán, pero luego era como el fin del mundo”.
El vuelo en el que tenía previsto volver estaba programado para el 16 de agosto, pero fue cancelado porque justo un día antes los insurgentes habían entrado en Kabul después de tomar casi todas las provincias del país y obligar a huir al hasta entonces presidente afgano, Ashraf Ghani.
“Gracias a los militares que vinieron a Afganistán y me ayudaron. ¡Gracias a ellos estoy aquí!”, exclama Fawad.
Sus padres y sus hermanos siguen en Afganistán y eso le provoca un “gran vacío” dentro. “Tengo que ver cómo puedo hacerlo, pero voy a traerles aquí conmigo”, promete, hablándose casi a sí mismo.