Las revelaciones del fin de semana sobre el caso denominado “Los Waykis en la Sombra” han puesto en aprietos a la presidenta de la República. Como se sabe, el último viernes Nicanor Boluarte, hermano de la mandataria, fue detenido preliminarmente por diez días.
La tesis fiscal es que Nicanor Boluarte sería el cabecilla de una organización criminal dedicada al copamiento de los cargos de prefectos y subprefectos, con personas a quienes se habría instrumentalizado para crear un nuevo partido político. Por todo ello, la Fiscalía viene investigando a Nicanor Boluarte, a Mateo Castañeda, abogado de la presidenta, y a otras siete personas más por el presunto delito de organización criminal.
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Sobre este caso existen varios indicios incriminatorios (testigos, resoluciones de nombramiento, etc.). Suficientes para que el Poder Judicial haya admitido la detención preliminar de Boluarte, Castañeda y los otros involucrados (tras lo cual se espera que pueda conocerse nueva información). Pero como si ello fuese poco, a este mal uso de la figura de los prefectos, se viene sumando un caso paralelo y cada vez más sólido de obstrucción a la justicia, impulsado por la propia presidenta Dina Boluarte.
En efecto, según distintas pruebas con las que ya cuenta la Fiscalía (chats, recibos y otros documentos), Castañeda habría intentado interceder por la mandataria para hacer ofrecimientos ilícitos a dos miembros del desactivado Equipo Especial de la Policía que apoyaba las labores del Eficcop, con el objetivo directo de archivar la investigación contra el hermano de la presidenta. Tras no lograrlo, el Gobierno desactivó a dicho equipo policial.
En lo que fue una escena casi de película y, pese a no estar en su agenda oficial, la presidenta visitó el sábado la oficina de Castañeda, solo para encontrarla siendo allanada por un equipo de policías y fiscales. Al verlo, la mandataria optó por retirarse.
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Resulta inaudito que la presidenta no solo no haya ofrecido mínimas explicaciones sobre un caso con tantos indicios como el que pesa contra su hermano, sino que no parezca notar la gravedad de lo que implica obstruir la justicia.
Más allá de lo que termine ocurriendo con los Boluarte, lo cierto es que también se viene afectando inevitablemente nuestra imagen en el exterior, lo que deteriora el entorno para las inversiones. Las calificadoras de riesgo ya han advertido el impacto de la inestabilidad política. En lugar de proyectar estabilidad y que el Perú viene trabajando en retomar un Gobierno democrático que cumpla su periodo en el 2026, se ha mantenido la casi permanente sensación de que la presidencia en el Perú podría cambiar en cualquier momento. Y de que los huaicos políticos –y ahora los waykis presidenciales– seguirán generando turbulencia.