Por Adam Minter
Han pasado más de dos años desde que los países comenzaron a cerrar sus fronteras a los visitantes para evitar la propagación del COVID-19. Ahora, China, que enfrenta su peor brote de la pandemia, está probando una nueva táctica.
De ahora en adelante, también se restringirán los viajes “innecesarios” al extranjero de ciudadanos chinos, supuestamente para evitar que los residentes regresen con el virus. La política, anunciada a principios de este mes, también dificultará la obtención de pasaportes y otros documentos de viaje.
Es posible que sean medidas temporales que levantarán cuando China decida que el COVID ya no es una amenaza. La normativa no lo dice, pero la reciente decisión de China de cancelar eventos deportivos internacionales programados para mediados del 2023 implica que no será el próximo año.
La creciente preocupación del Gobierno chino sobre la fuga de talento y capital sugiere que las regulaciones, de alguna forma, probablemente durarán mucho más y se convertirán en una especie de nueva normalidad de restricciones.
Las consecuencias para China y el mundo serían severas. Antes de la pandemia, el turismo y los viajes representaban más del 10% del producto interno bruto mundial, y China era el país con más viajeros en el extranjero. Un declive a largo plazo devastaría las empresas y las economías que han llegado a depender de ellos. Una generación china más joven y curiosa criada con la cultura de los viajes quedaría inmovilizada, sus expectativas y niveles de vida reducidos.
La agitación política del siglo pasado que dio origen a la China moderna no ofrecía muchas oportunidades para los viajes internacionales. La mayoría de los chinos eran pobres, y el interés por visitar o conocer países y culturas extranjeras era un pasatiempo políticamente sospechoso. Eso comenzó a cambiar en la década de 1980 cuando China se abrió a los viajes de negocios y, a fines de la década, al turismo.
Pero la preocupación por las influencias extranjeras nunca disminuyó por completo. Entonces, las autoridades chinas establecieron un sistema mediante el cual otorga licencias de turismo en el extranjero en grupos controlados a destinos aprobados.
Durante las siguientes tres décadas, el turismo saliente chino creció con la economía. En el 2019, los chinos realizaron 154 millones de viajes al extranjero, un aumento del 3.3% con respecto al 2018. Los viajeros estadounidenses realizaron poco menos de 100 millones. Los chinos también fueron los que más gastaron, con un promedio de US$ 1,852 por cada viaje en el 2018.
Los viajeros estadounidenses, por el contrario, gastaron US$ 1,363. Esos visitantes y su dinero transformaron destinos enteros. Los letreros y anuncios en chino mandarín son habituales en los aeropuertos internacionales. Los restaurantes y menús chinos son comunes en hoteles y casinos en destinos como Las Vegas. Las mecas turísticas desde Salzburgo, Austria hasta Phuket, Tailandia, han tenido que ajustar la forma en que manejan las multitudes y las estaciones para dar cuenta de la afluencia de turistas chinos.
Los turistas también han cambiado. Donde antes un viaje al extranjero era un lujo de élite, único en la vida, ahora es una actividad anticipada y asequible de la clase media china. La población con educación, especialmente los nacidos en la década de 1990 y en adelante y que nunca habían conocido una restricción de viaje, llegaron a ver el turismo como un componente esencial de su estilo de vida y autoestima. En la China urbana, donde los precios de la vivienda siguen subiendo fuera del alcance de los veinteañeros atrapados en trabajos agotadores, escapar al extranjero era una aspiración accesible.
El COVID interrumpió esta dinámica en auge. En el 2021, solo 8.5 millones de viajeros salieron de China, más del 95% menos que la enorme cifra previa a la pandemia. Los US$ 255,000 millones que esos viajeros gastaron en el extranjero en el 2019 han desaparecido en gran medida, dejando desprovistas a las economías dependientes del turismo.
En el 2021, Tailandia, que dependía del turismo para alrededor del 20% de su PBI antes del COVID, sufrió su mayor contracción económica desde la crisis financiera asiática de 1997. En la zona tropical de Phuket, popular durante mucho tiempo entre los turistas chinos, el 70% de los hoteles están cerrados. A nivel mundial, los destinos, hoteles, aerolíneas y otros servicios de viaje presentan una contracción similar y se preguntan cuándo China dejará salir a sus turistas nuevamente —si es que sucede—.
Las restricciones a los viajes al exterior de la semana pasada no dan mucha esperanza. Durante dos años, los propagandistas chinos han insistido en los orígenes extranjeros del COVID, destacando casos que asegura fueron importados por viajeros e incluso culpando al servicio de correo internacional de propagar el virus (una acusación sin base científica). Una restricción permanente a la emisión de pasaportes y los viajes al extranjero encaja cómodamente en un marco de política xenófoba que busca disuadir la influencia extranjera, especialmente en jóvenes curiosos e independientes.
Seguramente también frustra al creciente número de ciudadanos chinos interesados en emigrar debido a los bloqueos que China ha impuesto por COVID.
En las redes sociales chinas, las noticias sobre las restricciones de salida han sido recibidas con pesimismo y censura. Pero incluso si las restricciones expiran eventualmente, digamos, a fines del 2023, el daño seguirá siendo severo. Los destinos turísticos internacionales enfrentarán pérdidas de miles de millones de dólares, mientras que los jóvenes chinos, afectados y desanimados por los interminables bloqueos y horizontes cada vez más reducidos, deberán aceptar uno o dos años sombríos sin la libertad de movilidad de la que gozaban.