Algo fascinante está ocurriendo con la gastronomía en Colombia. Vengo de visitar tres de sus ciudades más importantes y me he topado con buenas noticias en lo que se refiere a cocina de alto vuelo.
En Bogotá, Leonor Espinosa, una de las estrellas del continente, reina con su restaurante Leo, un templo de la alta cocina que en estos momentos se encuentra en su máximo nivel y que coloca en la mesa sabores de los principales ecosistemas de su país.
En Cartagena compruebo en cada bocado que está justificada la fama de Celele, el restaurante de cocina de autor de Jaime Rodríguez, que también he repetido, y que busca rescatar productos y sabores del Caribe.
En Barranquilla, empieza a sofisticarse la escena y en el restaurante Manuel, de Mane Mendoza, se eleva el producto colombiano, antes desaprovechado, a nuevos estándares locales, al tiempo que el establecimiento se convierte en centro de intercambio de saberes, al invitar de manera intermitente a algunos de los cocineros más interesantes del continente para cenas pop up.
Hace unos años me topé en Cali, por accidente, con Domingo, de la cocinera Catalina Velez, y con su exquisita ejecución de los platos tradicionales del Pacifico colombiano; por lo que me cuentan su nivel no ha parado de acrecentarse desde entonces. ¿Qué tiene Colombia que de pronto aparecen, por todos lados, comedores interesantes?
Geografía y efervescencia
Un país descentralizado y efervescencia gastronómica. La primera es una consecuencia de la geografía y también de la historia: la dificultad de remontar el paisaje colombiano y la relativa fragmentación a la que obligaba la violencia del pasado, generaron que, en las distintas regiones, se desarrollara y mantuviera una clase media consistente, con la consecuente demanda de restaurantes.
La segunda tiene más que ver con el momento y el ánimo. El entusiasmo que atraviesa los salones y las cocinas de Colombia en estos días recuerda al que vivía el Perú en aquellos años en los que la mítica feria Mistura concentraba las miradas del mundo. Colombia acaba de hacerse consciente de que, como en el caso del Perú, lo más difícil ya lo tiene: una inabarcable biodiversidad y una mezcla única de influencias culturales en la que se integran la cultura viva de las poblaciones originarias, el influjo español, la omnipresencia de África, las migraciones europeas y los sabores de oriente medio que penetraron por el río Magdalena.
Una reciente ola de fervoroso orgullo culinario empieza a circular por esas mismas aguas mientras escribo este artículo. Portadores de tradición de los climas más dispares, que preservan secretos centenarios, son ahora puestos en valor por la prensa local y los congresos gastronómicos. Se unen a cocineros entrenados localmente y en las mejores cocinas del mundo que empiezan a desarrollar, ahí donde el público está o llega de vacaciones, propuestas cada vez más diferenciadas.
Escucho de Rafael Buitrago del restaurante Elvia, en el pueblo patrimonial de Barichara; me hablan de la cocina de José Luis Cotes en la Guajira, en el restaurante Mantequilla; me llegan noticias de la movida gastronómica de Pasto, donde sobresale John Herrera y su restaurante La Vereda y, a unas horas de ahí, de Anibal Criollo, y su cocina indígena que hace que la gente tome aviones para ir a probar su locro y su trucha.
Puede que algo haya tenido que ver el Perú en todo esto. El caso peruano es comúnmente citado en las conversaciones a todo nivel; profesionales de la promoción turística, cocineros, periodistas y empresarios gastronómicos hablan minuciosamente del modo en que Perú logró posicionar su cocina en el imaginario planetario y puede que algo de ese influjo aportara a la aceptación y naciente orgullo por sus sabores endémicos.
¿Es Colombia, ahora, un nuevo Perú? No conozco la respuesta, pero tengo claro que al maravilloso calendario de festividades y cultura viva que me incentiva a visitar a nuestros vecinos, debo sumar algunos atractivos gastronómicos, varios sabores inéditos y una que otra referencia de clase mundial, y me alegro, por una Latinoamérica que gastronómicamente sigue creciendo.
Tres ciudades, tres experiencias
Bogotá. Arriba del restaurante Leo funciona La sala de Laura, un espacio de coctelería premium en la barra y un menú progresivo a la mesa, con maridaje a medida.
Cartagena. El mejor bar de Colombia tal vez sea El Barón: coctelería del máximo nivel, excelente comida y un emplazamiento irrepetible en la ciudad amurallada. Hay brunch y vale la pena despertar por él.
Barranquilla. Una noche de comida y buenos cocteles debe terminar en este centro de baile llamado La Troja, con más de 15 mil vinilos de salsa que suena siempre a todo volumen.
Sobre el autor
Javier Masías es un crítico gastronómico de amplia trayectoria. Sus columnas han aparecido en los principales medios gastronómicos de Latinoamérica, de México a Uruguay. Autor de Bitute, con Gastón Acurio. Intervino en Street Food Lima con Tomás Matsufuji. Además, es copropietario de la librería Babel, junto con Rafael Osterling.