El mundo está al borde de múltiples guerras comerciales. Donald Trump, un hombre que considera los aranceles “el mejor invento de la historia”, disfrutará desatar algunas de esas guerras. Por desgracia, lo más seguro es que esas guerras provoquen otros choques no deseados que tendrán que poner en marcha bloques y países cuya prosperidad depende del acceso a los mercados extranjeros.
Es de esperar que, si se ven obligados a responder al ataque, esos guerreros desafortunados, en especial los que se encuentran en Pekín y Bruselas, insistan en que lo hacen con el objetivo de mantener la apertura de los mercados y una competencia justa, no de acabar con el sistema. Lástima que esta distinción no sea tan importante como esperan los defensores de la globalización.
En la historia sobran ejemplos de proteccionistas que han causado estragos en la economía. El problema es que los gobiernos abiertos al comercio por lo regular se ven obligados a tomar represalias también, por temor a que los acusen de no defender a sus industrias nacionales.
Trump regresa al poder decidido a imponerle mayores impuestos al comercio exterior… y a una escala histórica. La Ley Smoot-Hawley de 1930 elevó seis puntos porcentuales los aranceles promedio sobre las importaciones sujetas a derechos arancelarios. Las medidas proteccionistas tras esa alza, combinadas con las reacciones a ellas, provocaron una contracción del comercio global general durante varios años.
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Trump propuso cifras todavía mayores durante su campaña: amenazó con imponerle a China aranceles generales del 60%, advirtió que les impondría a los automóviles mexicanos aranceles de casi un 500% e hizo referencia a aranceles fijos para otras importaciones de entre el 10% y 20%. Hay que tomar en serio esas cifras, pero sin considerarlas literales.
Claro que habrá aranceles, pero Robert Lighthizer, representante comercial durante el primer mandato de Trump, les indicó a sus colegas que no esperen aranceles del 60% para China de inmediato. Las metas de Trump en el comercio exterior “se tratan de aprovechar su poder” y conseguir buenos acuerdos, explicó un antiguo funcionario. Otras personas de Trumplandia predicen una estrategia de dos ejes para aprovechar los aranceles: negociar con los países con los que tiene buenas relaciones y presionar a los malos actores.
Esta apertura a la negociación no debe hacer que perdamos de vista la magnitud de las ambiciones de Trump. En conversaciones previas a las elecciones en Washington, los republicanos defensores de políticas comerciales agresivas hablaron de ponerle fin a la sandez de siete décadas de abrir los mercados estadounidenses a la competencia global.
En este sentido, uno de ellos reconoció que no tiene sentido condenar a otros países por construir sectores exportadores vastos y tratar a los estadounidenses como “sus consumidores de último recurso”. Tampoco debe culparse a las fabricantes estadounidenses de automóviles por buscar lugares baratos para fabricar productos. No obstante, los costos de la globalización han sido tan elevados que resultan inaceptables, por lo que se requiere volver a empezar. Se dice que el ideal de Trump es un comercio exterior equilibrado, aunque la reconstrucción de industrias clave es más importante que la talla de cualquier déficit comercial bilateral.
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Por supuesto que Estados Unidos no suspenderá el intercambio comercial con China en un segundo mandato de Trump. Eso sí, el gobierno pretende permitir únicamente el comercio de bienes y materias primas que no amenacen al país. Es posible que los dos países convengan límites de compra en tanto los aranceles generan nuevos ingresos.
Pero en este plan hay cierta incoherencia: los promotores de políticas de comercio agresivas sostienen que los aranceles no causan inflación porque, en el primer mandato de Trump, los exportadores chinos redujeron los precios y absorbieron el golpe con tal de mantener su participación de mercado en Estados Unidos. Estas mismas personas predicen que con nuevos aranceles se elevarán “los precios artificialmente bajos” de los bienes chinos, lo que creará incentivos económicos suficientes para alterar los flujos comerciales y ayudar a las empresas nacionales a emplear a más estadounidenses.
En lo que respecta a bienes estratégicos y tecnologías de China, Trump puede elevar algunos aranceles desde el primer día si ajusta las sanciones impuestas durante su primer mandato con sujeción al artículo 301 de la Ley de Comercio de Estados Unidos y sanciona a China por supuestos abusos, como transferencias tecnológicas forzadas.
Luego, según un partidario de las políticas agresivas, podría anunciar una nueva investigación basada en el artículo antes mencionado para identificar “nuevas fechorías chinas”. Otra posibilidad es que los aranceles se incluyan en un proyecto de ley fiscal federal programado para 2025 y quizá se justifiquen como compensación a los recortes fiscales aplicables en el país. En cuanto al resto del mundo, Trump podría emitir una orden ejecutiva en la que instruya a su representante comercial que examine todos los déficits comerciales de Estados Unidos.
Las mismas tensiones comerciales, con soluciones muy distintas
El gobierno de Biden suspendió los aranceles impuestos por Trump al acero y el aluminio de Europa con la esperanza de lograr un convenio sobre metalurgia “sostenible” respetuosa del clima. También suspendió los aranceles impuestos en la era de Trump a Airbus, la fabricante europea de aviones. Si Trump vuelve a imponer esos aranceles y más, la Unión Europea tendría que tomar decisiones difíciles.
El bloque ha tomado medidas moderadas que podrían devenir en su propia guerra comercial con China: hace poco les impuso aranceles a los automóviles eléctricos de fabricación china a pesar de las amenazas de represalias de China contra el cerdo y otros productos europeos. Ese desafío para China se complica con la reelección de Trump, pues Europa no está en posición de mantener una guerra comercial en dos frentes. Tras puertas cerradas, los funcionarios europeos sostienen que sus motivaciones para confrontar a China son muy distintas.
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Afirman que Europa ha adoptado medidas más duras con el propósito de convencer a China de que su crecimiento basado en subvenciones excesivas e impulsado por las exportaciones no es sostenible políticamente. Pero su meta es equilibrar los flujos comerciales, no cortarlos. Un funcionario opina que los gobiernos ya no tolerarán “un mundo en el que Europa está abierta y China está cerrada”.
En Washington, los vigilantes estrictos del comercio no tienen ninguna esperanza de cambiar la conducta de China. En sus propias palabras, lo que quiere Trump es reindustrializar a Estados Unidos. No puede acabar con China ni detener a China. Pero uno de ellos cree que sí puede defender la economía de “un sobresalto China 2.0″.
Los dirigentes chinos hablan mucho sobre la defensa del libre comercio, pero sus acciones apuntan a una decidida búsqueda de políticas comerciales e industriales egoístas. China podría resolver las tensiones si les permitiera a sus fabricantes de autos eléctricos y otras triunfadoras de distintas industrias abrir plantas fuera del país y compartir tecnologías avanzadas con aliados extranjeros, en línea con el mismo modelo que les impuso China a las empresas extranjeras como precio para tener acceso a los mercados chinos. Sin embargo, hasta la fecha, los funcionarios chinos han desalentado ese tipo de transferencia
Este columnista le preguntó a un diplomático europeo enviado a Pekín si en realidad es inevitable una guerra comercial. Respondió que tendremos que esperar algunos meses para ver si China comprende que debe cambiar de estrategia. “¿Lo conseguiremos a tiempo? No lo sé”, reconoció. La victoria de Trump acelera todo.
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