Llegaron a Estados Unidos cargando hijos pequeños, sin papeles, tras cruzar el Río Grande. Ahora miles de nuevos inmigrantes centroamericanos se topan con una montaña de obstáculos que van desde hallar trabajo a hacer frente a una posible deportación, todo sin hablar una palabra de inglés.
La AFP entrevistó a tres familias indocumentadas en Texas, luego de cruzar el río, y un mes después en Nueva York, Nueva Jersey y Connecticut. Todos dijeron que la vida en Estados Unidos es más difícil de lo que imaginaban, pero que en Honduras o Guatemala es mucho peor.
Valeriano, un guatemalteco, ya encontró trabajo limpiando jardines en Hartford, Connecticut. Debe ahorrar para pagar a prestamistas y familiares los 10,000 que los coyotes le cobraron por el viaje, una fortuna para este campesino de 34 años.
Huyó primero de Guatemala a Belice con su familia perseguido por un cartel de la droga que mató a su hermano cuando éste se negó a trabajar para ellos.
Los traficantes le amenazaron de muerte y le persiguieron hasta Belice, hasta que finalmente decidió partir a Estados Unidos a pedir asilo junto a uno de sus cuatro hijos, Arnold, de siete años.
Un “martirio”
Valeriano no logra hablar de su familia que quedó en Belice sin llorar. Sabe que quizás nunca los volverá a ver y asegura que eso es un “martirio”.
“Me pongo a pensar por qué me vine, pero a la vez reacciono que si no me hubiera venido posiblemente me matan, los dejo solos, y pues es más difícil para ellos”, dice con lágrimas en los ojos.
Gana US$ 14.5 la hora, y cree que pagar las deudas le llevará un año. También debe enviar dinero a su familia, y pagar gastos del pequeño sótano donde vive con su hijo, su hermana, su cuñado y una sobrina. Los cinco duermen en dos camas separadas por una sábana.
“Acá es duro, pero más duro que en el país de uno, no creo”, insiste.
El gobierno estadounidense de Joe Biden deportó en febrero a Valeriano y a su hijo en base al Título 42, una política del expresidente Donald Trump que permite expulsar inmediatamente a inmigrantes que lleguen al país a raíz de la pandemia, aunque sean solicitantes de asilo.
Pese a críticas de activistas, Biden mantiene el Título 42, aunque no lo aplica a menores que llegan solos, y en el Valle del Río Grande en Texas, tampoco a familias que llegan con hijos menores de siete años.
Fue por esa zona que Valeriano y su hijo lograron entrar a Estados Unidos en un segundo intento a fines de marzo, tras cinco semanas hacinados en una bodega en México con otros migrantes.
Una separación traumática
Jhowell, un hondureño de 11 años, llegó en marzo a Estados Unidos sin papeles con sus padres y sus hermanos de cuatro y un año. Tras caminar horas por el desierto de Nuevo México, donde Jhowell se quebró el pie, fueron detenidos y deportados inmediatamente, cuenta su madre, Ivania.
Decidieron volver a cruzar por la ciudad mexicana de Reynosa, frente a McAllen, Texas, tras escuchar que por ahí podrían pasar con niños pequeños.
Pero como Jhowell tiene más de siete años, la familia decidió separarse y dejarlo en México para que cruzara solo.
Para el niño, que estuvo detenido en un refugio gubernamental más de un mes luego de que coyotes lo cruzaran a Texas, la separación fue traumática. “Le entró la desesperación” y llamaba a su familia llorando, cuenta su madre, que ahora vive con una hermana en Brooklyn.
Finalmente, el gobierno pagó a Jhowell un pasaje de avión a Nueva York.
Al ver a su madre en el aeropuerto de LaGuardia, Jhowell la estrechó en un apretado abrazo y ambos estallaron en llanto. “Ya quería estar con ella”, dijo emocionado.
Ivania, de 29 años, no tiene trabajo aún, pero su marido halló empleo ocasional cargando cajas.
“Sin trabajo no tienes nada”
Fátima, una madre soltera de 29 años que perdió su empleo en una tortillería de Honduras durante la pandemia, cruzó el Río Grande a fines de marzo con su bebé de cinco meses.
“Vengo para trabajar para mis hijos. Sin trabajo no tienes nada”, dijo a orillas del río.
Pero un mes después, en Plainfield, Nueva Jersey, donde vive apretada en un pequeño cuarto con una hermana y otros inmigrantes, aún no tiene empleo.
“No tengo absolutamente nada, nada, nada. Tengo mis otros dos hijos en Honduras, necesito encontrar trabajo pronto porque ellos dependen de mí”, dice.
Fátima pensó que recibiría un permiso de trabajo, pero en su primera cita en la policía migratoria (ICE) le confiscaron su carné de identidad hondureño e iniciaron su proceso de deportación.
Al salir dijo que se sentía “triste”. Los indocumentados “nos sentimos ansiosos día a día porque no sabemos lo que va a pasar mañana”, afirma.
Tendrá eventualmente una audiencia con un juez migratorio, pero posiblemente no recibirá asilo, reservado solo para quienes prueben que son víctimas de persecución, y será deportada, a menos que se mude y viva en la clandestinidad.
Las leyes de asilo son muy limitadas, explicó Anne Pilsbury, abogada de la Central American Legal Aid (CALA), que asiste a indocumentados.
“El hambre y la pobreza no cuentan, y la extorsión casi no cuenta”, dijo. Los migrantes “tendrán un tiempo para recuperar el aliento, pero eventualmente recibirán una orden de deportación”.
“Lamentablemente es duro para la gente entender eso. Pero es la triste verdad”.