Hace cuarenta años, esta semana, en vísperas de una elección presidencial que puso fin a una dictadura militar, cinco intrusos enmascarados prendieron fuego a las ánforas electorales en Chuschi, un poblado en la región de Ayacucho, en los Andes peruanos.
Su acción inició la rebelión guerrillera más extraña y brutal de la América Latina moderna: la guerra terrorista durante doce años de Sendero Luminoso, un grupo maoísta fundamentalista similar al Khmer Rouge de Pol Pot en Camboya.
Hoy, aunque los fallecimientos imprevistos han regresado a causa del COVID-19, Perú es un lugar mucho mejor. Pero el terror desatado por Sendero (como los peruanos llamaron al grupo), a menudo igualado por la respuesta del Estado, expuso fracturas sociales y dejó cicatrices.
Años después, una Comisión de la Verdad y la Reconciliación estimó que 69,000 personas fueron asesinadas o “desaparecidas”, y alrededor de 500,000 fueron expulsadas de sus hogares. La comisión culpó a Sendero por casi la mitad de los muertos, a las fuerzas gubernamentales por alrededor de un tercio y a las milicias de la zona por la mayoría del resto.
Sendero fue la creación de Abimael Guzmán, un profesor de filosofía que obtuvo el control de la universidad en la ciudad colonial de Huamanga, capital de Ayacucho, en la década de 1970, reclutando estudiantes y maestros, especialmente mujeres.
El centro de su rebelión fue el interior rural de Ayacucho, de caminos de tierra en mal estado, montañas sombrías y solitarios poblados de agricultores de subsistencia quechua hablantes. Sendero resultó siendo aborrecido por la mayoría de peruanos. Pero sus linchamientos de funcionarios y comerciantes abusivos en una región descuidada de un país injusto inicialmente le dieron cierto apoyo popular.
Bello (columnista de The Economist) hizo media docena de viajes informativos a Ayacucho en esos años y recuerda la atmósfera de amenaza y dolor en una guerra sin rostro, a menudo realizada por la noche.
Los pobladores pronto se cansaron de Sendero. Tanto ese grupo como el ejército cometieron masacres. Solo cuando el ejército reconoció a los pobladores como aliados, organizándolos en milicias, Sendero fue derrotado en su zona central. Para entonces había llevado su terror y atentados a Lima. Contribuyó y se alimentó de un colapso económico.
Guzmán creó un culto de personalidad rimbombante, llamándose a sí mismo “Presidente Gonzalo” y colocándose entre Marx, Lenin y Mao como la “cuarta espada del marxismo-leninismo”. Actuó con absoluta disonancia moral. Dirigió la matanza desde la comodidad de casas alquiladas en elegantes distritos de Lima.
Cuando un trabajo de investigación a la antigua lo rastreó en 1992, se rindió dócilmente. Ahora con 85 años de edad, Abimael ha pasado décadas en la cárcel. Algunos miles de sus partidarios merodean en los barrios pobres de Lima.
Alberto Fujimori, quien presidió la derrota de Sendero y el renacimiento de la economía, utilizó la amenaza terrorista para erigir una dictadura. Aclamado por muchos como salvador y odiado por muchos otros como un corrupto autoritario, Fujimori continúa dividiendo a la gente. De diferentes maneras, tanto él como Sendero debilitaron las instituciones.
Max Hernández, un psicoanalista, argumenta que a pesar de la Comisión de la Verdad, el país “nunca realizó el trabajo de duelo, de alivio del trauma”. Según Hernández, la guerra reveló que, después de cinco siglos de mezcla racial, Perú aún no había logrado cerrar la brecha entre su población indígena y el resto. Las tres cuartas partes de las víctimas de la guerra eran personas quechua hablantes, tratadas con desprecio por Guzmán y con indiferencia por parte del Estado.
En este siglo ha aparecido una avalancha de libros sobre los años de Sendero. En el 2015 se abrió un museo de la memoria en Lima. Basado en el trabajo de la Comisión de la Verdad, la muestra es conmovedora e imparcial, contando las historias de víctimas en todos los lados. Tiene pocos visitantes. Muchos peruanos que vivieron el capítulo más oscuro de su país quieren olvidarlo.
En cuanto a Ayacucho, “el terrorismo lo destruyó todo”, dice Carlos Añaños, cuya familia estableció un negocio de refrescos en Huamanga en 1988 que ahora es una multinacional con sede en Madrid. El ingreso por persona de la región sigue siendo solo dos tercios del promedio nacional. Añaños creó una fundación que, antes de la pandemia, promovía el turismo en Ayacucho, así como los productos de la región, como papas especiales, colorantes naturales y artesanías.
Hay otros motivos de esperanza. De los restos de la década de 1980, Perú creó una economía de mercado exitosa que redujo la pobreza. La división racial se ha difuminado, especialmente entre los jóvenes. El crecimiento económico ha llegado a las personas en los Andes, gracias a mejores comunicaciones. Ayacucho significa “rincón de los muertos” en quechua. Fuera del COVID-19, al menos eso ya no es cierto.