El Hotel Plaza, en Nueva York, fue una locación de la película “Mi pobre angelito 2″ (1992). Donald Trump, entonces dueño del establecimiento, tiene un cameo que fue resultado de una dura negociación: exigió a los productores aparecer en el filme a cambio de darles acceso al hotel. Ese no fue el primer pacto realizado allí. Siete años antes (cuando tenía otro propietario), acogió a los negociadores del Acuerdo del Plaza, concertado por Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Japón y Alemania Occidental con el objetivo de depreciar el dólar frente al yen y al marco alemán.
Ecos de ese periodo pueden oírse hoy. A mediados de los 80, los recortes impositivos de Ronald Reagan generaron un fuerte déficit fiscal y la Reserva Federal (Fed) había subido las tasas de interés para reducir la inflación. Como resultado, el dólar se disparó, y a reguladores del país les preocupaba que pierda competitividad frente a una economía asiática en ascenso (en esa época era Japón, hoy es China).
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El asesor de comercio exterior de Trump, Robert Lighthizer, ha sugerido una repetición del Acuerdo del Plaza, el que según ha escrito, sentó un precedente para “que los aliados de Estados Unidos negocien a fin de abordar prácticas globales desleales”. El equipo de Trump estaría viendo opciones para devaluar el dólar si retorna al poder, y muchos aliados del país respaldarían una medida al respecto.
Un dólar fuerte encarece las importaciones y los gastos de los exportadores. En abril, Japón y Corea del Sur publicaron una declaración conjunta con el Tesoro estadounidense, admitiendo “serias inquietudes… sobre la fuerte depreciación del yen y el won”. Más recientemente, Japón habría gastado decenas de miles de millones de dólares para impulsar su divisa. ¿Podría ser el Acuerdo del Plaza el esbozo de una nueva era de colaboración?
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Los economistas son cautelosos con la intervención monetaria. La teoría señala que, si la política monetaria tiene una meta inflacionaria, debiera tener poco impacto sobre el tipo de cambio. Lo que conduce los flujos de capitales entre países son las diferencias en las tasas de interés, percepciones de riesgo, e inflación y crecimiento esperados. En cambio, un banco central que busque interferir en el mercado, deberá subordinar su meta inflacionaria a la defensa de la divisa, a fin de no quemar sus reservas internacionales.
Empero, el Acuerdo del Plaza significó el mejor caso para la intervención, pues fue coordinado entre varios bancos centrales y empujó los mercados en una dirección que ya estaban adoptando. El dólar alcanzó su pico en febrero de 1985 –más de medio año antes de la cita en el hotel–. Jeffrey Frankel, de la Universidad de Harvard, atribuye ese viraje a la designación, ese mes, de James Baker como secretario del Tesoro. El acuerdo fue el toque final de cambios en las políticas fiscal y monetaria que ya estaban en proceso.
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Hoy, en cambio, la persistente inflación ha obligado a la Fed a postergar recortes de las tasas de interés. Y aunque reducir el déficit fiscal ayudaría a abordar la inflación y el dólar caro, ningún candidato presidencial muestra mucho entusiasmo por la disciplina fiscal. Quizás Trump podría recurrir a la táctica que usó para su cameo: acceso a cambio de un favor.
Lighthizer ha planteado algo parecido: Estados Unidos podría amenazar con dejar fuera de su mercado a competidores, tal como hizo bajo el Acuerdo del Plaza. En ese entonces, un creciente déficit comercial con Japón impulsó la reaparición del proteccionismo. Propiciar un yen fuerte a través de la cooperación fue visto como alternativa a imponer aranceles a bienes japoneses: ambas medidas habrían debilitado a los exportadores de dicho país y, supuestamente, reforzado a los de Estados Unidos.
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Es difícil imaginar un acuerdo similar con China. Estados Unidos no solo ve a ese país como competidor económico, sino como amenaza geopolítica. Los aranceles ya están altos y una variedad de productos chinos, desde vehículos eléctricos (que se elevarán de manera escalonada hasta el 100% en tres años) hasta apps de redes sociales, enfrentan restricciones, a menudo bajo el argumento de la seguridad nacional y no del proteccionismo económico.
Pero supongamos que Estados Unidos logre tener su presupuesto bajo control, reduciendo así la presión inflacionaria y la necesidad de contrapesar los influjos de capital foráneo. En ese caso, podría trabajar con sus aliados asiáticos y persuadir a los europeos para reforzar sus divisas frente al dólar, lo cual podría colocar a China en una situación difícil. Previamente, este país ha respondido a los aranceles devaluando el yuan . Según Goldman Sachs, el Gobierno chino devaluó el yuan en 0.7% por cada incremento en US$ 10,000 millones de los ingresos por aranceles de Estados Unidos durante la guerra comercial de 2018-2019.
Si el dólar ya estuviese cayendo, el Gobierno chino tendría que escoger entre aceptar los efectos de los aranceles o iniciar una guerra de divisas que podría perder. Darle a su rival tal dilema sería un mejor resultado para Trump que su cameo fílmico.
Traducido por Antonio Yonz Martínez.
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