Para otros historiadores, eran turbas de campesinos famélicos, pero para E.P. Thompson, fue resistencia al capitalismo. Al estudiar los motines de subsistencias del siglo XVIII en Inglaterra, este historiador marxista acuñó el término “economía moral”: los manifestantes no estaban motivados únicamente por el hambre, sino por la creencia de que panaderos, molineros y hacendados habían violado prácticas paternalistas, de modo que debían limitar sus ganancias, vender sus productos localmente y no volver a generar carestía.
Thompson argumentó que, gradualmente, la economía moral fue desplazada por la economía de mercado, en la cual los precios siguen la lógica amoral de la oferta y la demanda, y no ideas de lo que debe ser un “precio justo” en tiempos de escasez. Si bien los estadounidenses no se están rebelando por el precio del pan, están airados por la inflación, cuya tasa acumulada desde la investidura del presidente Joe Biden es 19%. El mandatario afronta una reñida carrera hacia la reelección y a los votantes indecisos, en particular, les encoleriza el alza de precios.
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Esto frustra a muchos economistas de izquierda, que ven como un gran éxito al robusto mercado laboral y al incremento de los salarios reales en el país. Para ellos, la inflación es un irritante —y persistente— subproducto de la mezcla de estímulo fiscal y política industrial aplicados por Biden. Sin embargo, hay que considerar otros aspectos.
Un documento de trabajo de Stefanie Stantcheva, de la Universidad de Harvard, pregunta, “¿Por qué nos desagrada la inflación?” y actualiza un estudio publicado en 1997 por Robert Shiller (premio Nobel de Economía 2013). Stantcheva usó dos encuestas a estadounidenses en las que planteó preguntas cerradas —”¿Cómo ha afectado a sus ahorros la inflación?”— y abiertas —”¿Cómo definiría ‘inflación’ con sus propias palabras”?—. Los resultados muestran que el concepto de “economía moral”, que Thompson creyó que fue desplazado por la fría lógica del mercado, aún goza de atractivo popular.
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La mayoría de encuestados dijo que la inflación encarece la vida y hace que se preocupen de no poder satisfacer sus necesidades básicas, el 70% no la considera señal de una economía boyante sino indicador de una “situación deficiente” y alrededor de un tercio señaló que es una prioridad más relevante que la estabilidad financiera, la reducción del desempleo o el impulso al crecimiento. O sea, realmente la aborrecen.
Algunas de sus creencias reflejan lo ocurrido en el actual periodo inflacionario: tras la pandemia, los ingresos reales cayeron porque los precios subieron más que los salarios. Estos recién han subido lo suficiente en el último par de años para compensar la diferencia. Y hasta cuando el ingreso aumenta, es irritante que un porcentaje creciente se destine a cubrir necesidades básicas. Entonces, ¿por qué algunos economistas no se inquietan con el alza de precios?
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La inflación presenta dificultades: puede socavar la credibilidad del banco central y ocasionar redistribuciones arbitrarias de acreedores a deudores, pero si todos los precios se ajustan a la misma tasa, el cambio no es tan relevante como creen muchos trabajadores. Además, la inflación suele ser consecuencia de un mercado laboral robusto, como es el caso en Estados Unidos. Por tanto, debe estar acompañada de bajo desempleo y salarios crecientes, lo que ayuda a compensar la irritación ante los frecuentes cambios de los precios.
Casi como los amotinados del siglo XVIII, los sondeados por Stantcheva creen que las alzas de precios son fundamentalmente injustas, motivadas por la codicia corporativa, y que la inflación amplía la brecha entre ricos y pobres. También tienden a creer que los empleadores tienen mucho poder para fijar salarios. Desde su punto de vista, la inflación no es un fenómeno que surge de millones de personas que toman billones de decisiones, sino algo infligido contra ellos por gente que está en la cima.
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No obstante, dieron algo de crédito a las empresas o al Gobierno por el asombrosamente sólido mercado laboral. Los aumentos salariales fueron vistos, generalmente, como responsabilidad del individuo: una merecida recompensa por su arduo trabajo. Así que aunque los economistas de izquierda sean persuasivos, los estadounidenses no le agradecerán al Gobierno de Biden por lo que consideran que es su éxito personal.
Los motines suelen ser contraproducentes. En la Inglaterra del siglo XVIII, según Thompson, los aterrados hacendados decidieron no llevar sus cosechas al mercado. El desabastecimiento empeoró en otra partes del país porque los especuladores se sintieron intimidados así que mantuvieron almacenadas sus adquisiciones y dejaron de distribuirlas.
En una economía moral, las inquietudes en torno a lo que es correcto e incorrecto pesan más que la eficiencia, con lo que imponen un costo a quienes asignan culpas, así como a quienes son culpados. Eso no hace las cosas más agradables para quienes son evaluados, algo de lo que Biden está ahora muy al tanto.
Traducido por Antonio Yonz Martínez
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