Fundador y Chief Creative Officer de Zavalita Brand Building
Hubo un tiempo donde reinaban las proposiciones únicas y universales de las marcas. Sus mensajes se transmitían a todo el mundo a través de sus agencias y medios tradicionales de comunicación, y la publicidad pugnaba para que una marca fuese una sola cosa para todos.
Con Internet y las redes sociales, las marcas dejaron de ser lo mismo para todos y comenzaron a perder el control de lo que son y dicen en manos de millones de internautas empoderados. Pero lo que parecía ser una amenaza pasó a ser capitalizado por las redes sociales (Facebook, Google, etc), a través del tracking, que recolecta data de la gente rastreando su vida digital.
El siguiente paso fue alimentar con toda esa data a los algoritmos y teledirigir los mensajes a cada persona, de acuerdo a sus gustos, intereses, preferencias; midiendo el performance publicitario.
El problema de los algoritmos fue que, lejos de favorecer el espacio democrático y plural que algunos vaticinaban para Internet, terminaron empujando a las personas a los extremos, en bandos o tribus.
Las redes sociales, por ejemplo, comenzaron a usar los algoritmos para entregar contenido más “engaging” a fin de que sus audiencias se queden con ellas por más tiempo. Descubrieron que “engaging” es el contenido más polémico, no el equilibrado, y eso significó más sensacionalismo, más posverdad, más fake news, más troleos, más alternative facts, más “mechadera”.
Gracias a los algoritmos, se fueron formando clusters de audiencias que terminan compartiendo, retroalimentando y reforzando similares ideologías, pensamientos, actitudes, y esta “clusterización” poco tiene que ver con la idea de una Internet que replique una sociedad ecuménica, “neutra”, que nos expone a la aceptación y convivencia con el otro.
Pues bien: esa tendencia a los extremos, lejos de producir espacios de diferenciación para las marcas que han abrazado el tracking, las compras programáticas, el machine learning y los algoritmos como panacea para su performance publicitaria, lo que les produce es miedo. Miedo a ser tildadas de homofóbicas, sexistas, caviares, fachas: usted elija. Porque las marcas no quieren involucrarse, decir cosas políticamente “incorrectas” o salir apaleadas en temas polémicos que obligan a tomar partido en el ambiente confrontacional y proclive al estallido de las redes.
Ahora bien, qué cosa es el miedo sino el mayor generador de clichés. Y los clichés son, por definición, la antítesis de la creatividad, que toma riesgos y es “incorrecta”.
Y así llegamos a la gran paradoja: la ciega adopción del tracking, algoritmos y performance, pensados en que cada individuo es distinto a otro, paradójicamente nos lleva a no poder distinguir una marca de otra. Porque llegamos a un punto donde los lugares comunes mandan y la creatividad pierde relevancia para ejercer una diferenciación. O, como bien dice mi colega Humberto Polar, “las marcas quieren ser diferentes, pero haciendo todo igual, y no se dan cuenta”.