(G de Gestión) Como los mercados anticipaban, Donald J. Trump fue elegido, por segunda vez, presidente de Estados Unidos. El post-mortem nos señala que fueron cuatro grandes temas los que determinaron el resultado. En términos económicos, el más importante fue la inflación. No es la primera vez que una inflación alta genera cambios significativos. Ronald Reagan entró a gobernar en una época en que la inflación había pasado factura.
Imperios y gobiernos han caído por esto mismo. Entre ellos el Imperio romano. Por ese motivo llegó el fin de la dinastía Yuan en China, del Imperio otomano, de la Alemania de los años 20, del primer gobierno de Alan García y del kirchnerismo en Argentina. Y eso sucede principalmente porque la inflación les pega más duro a los más pobres. No tienen dinero reservado y se les reduce mucho la capacidad de comprar la canasta básica para vivir. Paradójicamente, los que más se benefician son los más “ricos”, que tienen sus ahorros en activos que usualmente suben más con la inflación. En Estados Unidos, la que se desarrolló inicialmente por los shocks de oferta pospandemia tomó esteroides con el estímulo monetario del Gobierno de Biden, y les pasó factura en el proceso electoral. Pudo ser mucho peor, ya que por una persona se frenó el “Build Back Better Act” de US$ 3,5 trillones de gasto adicional.
Esa inflación se esparció por todo el mundo y llegó también al Perú. Y para bajar la inflación la receta es simple: subir las tasas de interés hasta ahogarla, frenando la economía.
Y, golpeados por la pandemia, se nos sumó la elección del radical Pedro Castillo, que originó fuga de capitales. Y llegaron la alta inmigración venezolana, que escapaba de la dictadura, y el retiro profundamente destructivo de las AFP.
Eso ha terminado con que aumentamos la pobreza en el ámbito nacional de 20% en el 2019 a 29% en el 2023. Y todo ese incremento se concentró en las ciudades, donde se pasó de 14,6% a 26,4% en el mismo periodo. Millones de personas cruzaron hacia abajo la línea de pobreza. Eso es antinatural. Hemos retrocedido 13 años en cuatro. Y todavía miramos de lejos el problema.
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La única manera de reducir esa pobreza estructuralmente es con más inversión. Y nosotros tuvimos la genialidad de hacer todo lo opuesto. Fomentamos menor inversión. No solo el Estado promueve tributariamente que se invierta en empresas del exterior, sino que, además, decidimos desinvertir el dinero de las pensiones futuras.
El “delta”, o la diferencia de ahorro/inversión adicional que habría si nos hubiéramos comportado solo como Colombia, sería de US$ 60,000 millones más, de los cuales, por normativa local, US$ 30,000 millones estarían invertidos en el Perú y generarían retornos anuales, empleo formal, desarrollo, industrias, crecimiento real, reducción de pobreza, etcétera. Ahora empezamos a entender por qué se sintió tan fuerte el frenazo y propiciamos la primera recesión propia (no importada) en 29 años.
El Estado peruano tuvo que salir a emitir deuda en el exterior para financiar el déficit fiscal, que solo en el 2020 fue un hueco de −8.9% del PBI. Entre el 2020 y hoy se han emitido US$ 18,000 millones de bonos en el exterior, porque localmente no tenemos (ahora) compradores de esa escala y ese plazo.
Claro, si tampoco se ha desarrollado un mercado de capitales con miles de partícipes, nos hacemos cada vez más dependientes de dinero del exterior, que es justo lo que no se quiere como deuda país.
La racha de “todo mal” parece que se está acabando; ahora peleemos por lograr la de “todo bien”, o por lo menos la de “algo bien”. Y, si se da, los retornos en el Perú serán extraordinarios.
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Administrador de empresas por la Universidad del Pacífico con cursos de especialización en la Universidad de Harvard y el TEC de Monterrey. Socio fundador de CAPIA SAFI. Director independiente de empresas listadas, activista en buenas prácticas de gobierno corporativo, columnista de G de Gestión, inversionista ángel y mentor Endeavor.
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