Por Mac Margolis
En cualquier otro lugar, la noticia de que una crisis económica, el colapso de una moneda y el desvanecimiento de las reservas internacionales han llevado a la deuda soberana a niveles “insostenibles” sería motivo de terror nacional.
Sin embargo, el lamentable diagnóstico del Fondo Monetario Internacional (FMI) dado a conocer el 19 de febrero provocó alivio e incluso algo cercano a la exaltación en los pasillos de Gobierno de Argentina.
“Celebro que el FMI reconozca la posición argentina respecto de los procesos de endeudamiento”, dijo el miércoles por la noche el presidente Alberto Fernández en Twitter, poco después de que el Fondo concluyera su visita de una semana. “Si todas las partes demuestran voluntad de acordar, podremos volver a crecer, honraremos nuestros compromisos y volveremos a tener una Argentina de pie”.
Va a ser un largo camino para levantarse. Argentina necesitaba desesperadamente el visto bueno del FMI antes de poder llegar a un acuerdo con acreedores privados. Sin embargo, si bien el gobierno de Fernández leyó el boletín del acreedor con sede en Washington como una reivindicación de la demanda argentina para que los acreedores privados den por perdida parte de sus préstamos, el camino a seguir es mucho menos seguro.
Ni el FMI —que está amarrado a Argentina por US$ 44,000 millones o 47% de toda su exposición crediticia— ni el mínimo de 75% de los bonistas que se requiere para alcanzar un acuerdo serán intimidados fácilmente para convencerlos de firmar un mal negocio más de lo que se conmoverían por las oraciones del papa Francisco. Ese es el pie para que los peronistas gobernantes del país cambien el balcón por la mesa de negociaciones. ¿Lo harán?
Desde que arrasó en las primarias presidenciales de Argentina en agosto pasado, prácticamente asegurando su victoria electoral, Alberto Fernández ha sido blanco de gran especulación. ¿Será el famoso político de bajo perfil simplemente un portavoz de su caprichosa vicepresidenta, la exmandataria Cristina Fernández de Kirchner? ¿O podría aventajar a los incendiarios peronistas y elaborar un plan pragmático para evitarle a la nación otro desastroso default?
Medio año después, no sabemos mucho más, aunque las señales que salen de Buenos Aires son poco auspiciosas. La coalición electoral Frente de Todos sigue siendo una alianza de rivales. El mensaje poco claro que sale del círculo íntimo de Fernández está confundiendo a los inversores y prestamistas, y está avivando demandas de la gente que difícilmente su administración podrá cumplir.
En enero, el peronista gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, dio a los acreedores un ultimátum: aceptar un pago atrasado de US$ 250 millones en deuda provincial o enfrentar una situación “desordenada”. Su mentora, Fernández de Kirchner, elevó las apuestas, advirtiendo —nada menos que en un viaje a Cuba— que el Fondo Monetario Internacional no recuperaría ni siquiera “medio centavo” hasta que el país volviera a crecer y solo si accedía a un gran recorte de la deuda argentina. Es posible que esos dos misiles no hayan sido más que un mal viento de las pampas (ni los bonistas provinciales ni el FMI pestañaron), pero el mal olor fue difícil de ignorar.
El FMI le concedió a Argentina una prórroga, pero no una exención. Fernández debe convencer a los cautelosos acreedores de que lleguen a un acuerdo con una nación con un historial de defaults consecutivos. Su plazo autoimpuesto para cerrar un acuerdo: el 31 de marzo.
Sin embargo, la agenda económica del gobierno ofrece vagas pistas y pocas esperanzas. Durante su campaña electoral, Fernández se comprometió a encontrar una solución amigable al embrollo de la deuda del país: Argentina debe alrededor de US$ 312,000 millones, equivalente a 91% del producto interno bruto. También prometió evitar más problemas a sus compatriotas y recriminó al FMI por agravar las dificultades del país. Fernández luego enfatizó ese mensaje durante una reciente gira diplomática, en la que buscó la aprobación de jefes de Estado europeos y del papa Francisco antes de las negociaciones de deuda del país.
Dejó los detalles al ministro de Economía, Martín Guzmán, un respetado académico joven (37 años) sin experiencia práctica. Al igual que su mentor, el premio Nobel Joseph Stiglitz, Guzmán no es aficionado a la economía no intervencionista. Al mismo tiempo, ha sido elogiado por ser moderado y un extraño pragmático en un palacio repleto de intransigentes nacionalistas.
Los optimistas se animaron con la primera iniciativa política de Fernández, la ley de emergencia económica de diciembre, que incluía medidas para frenar el déficit fiscal primario a 0.4% del PBI en el 2020 mediante alzas de impuestos a las exportaciones agrícolas, el turismo, los bienes personales; la compra de dólares; y la reducción del gasto congelando selectivamente los precios y limitando el aumento de las pensiones. Sin embargo, las posteriores políticas de flexibilización monetaria del gobierno pudieron eliminar incluso esos modestos ahorros y alimentar lo que Oxford Economics describe como la tasa de expansión monetaria más alta en 16 años.
El debut de Guzmán en el Congreso tampoco fue tranquilizador. En una audiencia ante los legisladores, advirtió a los bonistas que se prepararan para la “frustración” por la próxima “reestructuración profunda de la deuda”, y proyectó que alcanzará el equilibrio fiscal solo en 2023. “No vamos a permitir que fondos de inversión extranjeros marquen la pauta de la política macroeconómica”, dijo. Los bonos argentinos en dólares se desplomaron.
El discurso populista probablemente fue un guiño a la audiencia nacional, que se prepara para un tercer año consecutivo de recesión, donde uno de cada tres argentinos que ya vive en la pobreza. “La posición del gobierno puede reflejar la paranoia de un líder en una región en llamas”, me dijo Benjamin Gedan, director del Proyecto Argentina en Wilson Center, en Washington.
“La austeridad fue un desencadenante de los disturbios sociales en América Latina durante el último año, y después de cuatro años de empeoramiento de la pobreza y una profunda recesión, Argentina tiene todos los ingredientes para una explosión. “Ajuste” es una palabra tóxica.
Alternativamente, mantenerse firme con los acreedores puede haber sido la medida inicial estratégica de Guzmán en un eventual compromiso sobre la deuda. Pero de ser así, el apalancamiento del gobierno es limitado en un mercado ya acostumbrado a las fanfarronadas argentinas. (Cuando los acreedores de Buenos Aires se negaron a ceder en la deuda provincial, Kicillof les pagó en su totalidad). “El mensaje de Buenos Aires fue que Argentina hará cualquier cosa para evitar el default”, dijo Gedan.
“El gobierno de Fernández no se equivoca al decir que, en las condiciones actuales, la deuda no se puede pagar, y pedir a los acreedores que se sienten a discutir mejores condiciones”, dijo Adriana Dupita, de Bloomberg Economics. “Pero primero debe tener el diagnóstico correcto del problema y un plan, y no veo ninguno”.
Dupita no está sola. Solo para pagar al FMI, el acreedor prioritario del país, Argentina tendrá que gastar el equivalente a una cuarta parte de todos los ingresos de exportación proyectados para el 2022 y 2023, escribieron esta semana los analistas financieros Nouriel Roubini y Alessandro Magnoli Bocchi. Como eso está fuera de discusión, el único recurso es que Argentina persuada al Fondo para que reprograme su deuda.
Sin embargo, en lugar de un “plan sensato”, un nuevo acuerdo de préstamo con un calendario de pago más fácil es poco probable, concluyeron. “Dada la actual falta de una estrategia clara e integral por parte del gobierno, un incumplimiento formal de la deuda de derecho extranjero parece ser bastante probable en esta etapa”, escribieron Roubini y Bocchi.
Antes de que Argentina pueda elaborar un plan económico sólido, necesita un pacto político creíble. Eso requiere de un gobierno que hable con una sola voz, silencie a los incendiarios del palacio y aborde la deuda y la recuperación económica no como un drama pasional sino como parte de un plan nacional de negocios.
“Los argentinos deben discutir qué tipo de país quieren: ¿una política industrial dirigida por el estado? ¿Un país abierto al comercio mundial?”, dijo Nicolás Saldías, experto en Argentina del Centro Wilson. “Eso requiere atravesar las líneas partidistas y lograr que la oposición participe para llegar a un entendimiento sobre los fundamentos económicos”.
Eso sería algo para celebrar.
Esta columna no refleja necesariamente la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños.