A primera vista, la economía mundial parece haberse librado de meterse en apuros. En Estados Unidos, la inflación anual, que estuvo cerca de los dos dígitos el año pasado, bajó al 4%. En el horizonte no se atisba ninguna señal de recesión, así que la Reserva Federal sintió que podía darse un respiro y dejar de subir las tasas de interés.
Después de un espantoso año en 2022, los mercados bursátiles están de fiesta: el índice S&P 500 de empresas estadounidenses ha aumentado un 14% en lo que va del año, impulsado por el resurgimiento de las acciones tecnológicas. Solo en el Reino Unido la inflación parece afianzada… una situación inquietante.
El problema es que el monstruo de la inflación no está domado en realidad. El Reino Unido tiene las dificultades más graves. Ahí, los salarios y los precios “subyacentes”, que no incluyen ni la energía ni los alimentos, experimentan un alza aproximada del 7% interanual. Pero incluso ahora que las tasas generales en el resto del mundo han bajado gracias a que se disipó la conmoción energética, la inflación subyacente, para nuestra frustración, ha sido de lo más persistente.
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Tanto en Estados Unidos como en la zona del euro supera el 5% y se ha mantenido alta desde el año pasado. En el mundo rico, muchos gobiernos atizan el fuego con un déficit presupuestal de dimensiones que por lo regular solo se observan en periodos de profundos bajones económicos.
En consecuencia, los bancos centrales deben tomar decisiones difíciles. Su siguiente paso tendrá repercusiones en todos los mercados financieros y podría generar incertidumbre y agitación entre los trabajadores, las empresas y los jubilados.
Los inversionistas esperan que los bancos centrales sean capaces de llevar de nuevo a la inflación a su objetivo del 2% sin inducir una recesión. Por desgracia, las experiencias del pasado nos dicen que reducir la inflación será doloroso. En el Reino Unido, las tasas hipotecarias van en aumento, lo que afecta tanto a quienes ya compraron como a quienes planean comprar casa.
En muy pocas ocasiones la economía de Estados Unidos ha librado ilesa un periodo de aumento de tasas de la Reserva Federal. Según un cálculo, la tasa de desempleo tendría que subir al 6.5% para que la inflación bajara al objetivo de la Reserva Federal, es decir, cinco millones más de personas sin empleo. Las crecientes tasas de interés ponen en riesgo la estabilidad financiera en los países más endeudados de la zona del euro, particularmente Italia.
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Es más, es probable que las fuerzas seculares que impulsan la inflación al alza se fortalezcan. Debido a los pleitos entre Estados Unidos y China, las empresas han tenido que remplazar cadenas de suministro multinacionales eficientes por otras locales más costosas. Las exigencias para el gasto público, que debe cubrir el costo de todo tipo de actividades, desde descarbonización hasta defensa, tan solo se intensificarán.
Los bancos centrales dicen estar resueltos a cumplir sus objetivos. Podrían hacerlo, si elevan las tasas y destruyen suficiente demanda para reducir la inflación. Si cumplen su compromiso, es más probable que haya una recesión a que logren una deflación sin dificultades.
Pero el costo de inducir una recesión, sumado a las presiones a largo plazo sobre la inflación, sugiere otra posibilidad: que los bancos centrales, con tal de evitar la que consideran su peor solución intermedia, aumenten las tasas menos de lo necesario para alcanzar sus objetivos y se conformen con una inflación más alta, de entre el tres y el 4%, por ejemplo.
Este enfoque sería parecido a la “deflación oportunista” apoyada por algunos gobernadores de la Reserva Federal a finales de los años ochenta. En vez de inducir recesiones de manera deliberada para bajar la inflación, buscaron hacerlo pasivamente, de un ciclo a otro. Pero los mercados de esta época no están preparados para estas tácticas.
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El precio de los valores del Tesoro ligados a la inflación, por ejemplo, se fijó con base en una expectativa de inflación promedio del 2.1% para los siguientes cinco años y del 2.3% para los cinco años posteriores. Por lo tanto, un mundo con un periodo sostenido de mayor inflación implicaría un cambio histórico para los mercados financieros. Por desgracia, sería volátil, desequilibraría a los inversionistas y pondría a los beneficiados en contra de los perjudicados.
Una fuente de volatilidad podría ser el daño a la reputación de los bancos centrales. En las décadas transcurridas desde los años ochenta, no han dejado de proclamar su compromiso con los objetivos. Sin embargo, en los últimos dos años no pudieron prever la persistencia de la inflación. Si parece que hablan de dientes para afuera sobre las metas que no han alcanzado, es posible que su palabra pierda peso.
Con el tiempo, podrían perder la capacidad de guiar las expectativas de las empresas y sus empleados. Esas expectativas podrían levantar el ancla y causar tambaleos en los precios, lo que induciría a la inflación a escalar.
Una inflación volátil afectaría a las empresas y sus acciones, pues les dificultaría gestionar sus costos y fijar precios. Afectaría virtualmente a todas las acciones, independientemente de su clase, pues aumentaría la probabilidad de que los bancos centrales tuvieran que apresurarse a ajustar tasas después de un sobresalto inesperado. Eso podría provocar grandes variaciones en los rendimientos reales y hacer que los inversionistas exigieran un descuento como compensación por la incertidumbre, lo que presionaría el precio de los activos a la baja.
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El nuevo régimen también podría causarles otros desequilibrios a los inversionistas. Si los bancos centrales fueran más permisivos, en un principio harían más atractivo el precio de los bonos a corto plazo y presionarían a la baja su rendimiento. Con el tiempo, conforme el sistema se fuera ajustando a la inflación más alta, las tasas nominales se elevarían para mantener constantes las tasas de interés real; en espera de este ajuste, bajaría el precio de los bonos a largo plazo.
Los inversionistas podrían preferir las materias primas, que protegen de la inflación. Pero el riesgo de una estampida hacia el diminuto mercado de los futuros, que se intercambian con más facilidad que los barriles físicos de petróleo, sería una burbuja.
Con mayor inflación, también habría nuevos beneficiados y afectados. En el aspecto más obvio, la inflación involucra una transferencia arbitraria de riqueza de los acreditantes a los acreditados, pues baja el valor real de la deuda. Los acreditados con adeudos muy considerables, entre los que se encuentran los gobiernos de muchos países del mundo, quizá se sientan tentados a alegrarse. El problema es que, en cuanto los inversionistas en bonos se percataran del engaño, podrían decidir desquitarse de esa osadía con costos más altos en los préstamos, incluso en los países ricos.
Impacto por el precio
Otras relaciones financieras también podrían hacerse tensas. Si la inflación se comiera cuatro puntos porcentuales de rendimiento cada año, los inversionistas podrían empezar a ver con malos ojos los honorarios de los gestores de fondos.
Aumentar los rendimientos mejoraría la salud financiera de muchos esquemas de pensiones con prestaciones definidas, pues reduciría el valor presente de sus pasivos futuros. Pero las prestaciones del retiro no siempre están protegidas por completo de la inflación, por lo que el poder adquisitivo de algunas pensiones terminaría por debajo de lo esperado. Eso caldearía los ánimos de los electores.
Así de intensa es la situación en que se encuentran los bancos centrales en este momento. Es probable que marquen un rumbo entre inflación alta y recesión. Al parecer, los inversionistas todavía creen que todo puede terminar bien, pero lo más probable es que no sea así.
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