Quién dijo esto: “Si te gradúas de una universidad, creo que, en automático, junto con tu diploma, te deberían dar una ‘green card’ [residencia permanente en Estados Unidos]”. Para nuestra sorpresa, lo dijo Donald Trump. Sus palabras, dichas en serio o no (y su historial como presidente sugiere que no) insinúan que incluso un político nativista entiende, hasta cierto punto, que los extranjeros altamente calificados pueden ser de utilidad.
De hecho, son bastante útiles, ya que sus habilidades tienden a complementar las de los residentes. Aportan experiencias, conocimientos y contactos diferentes, que hacen que sus compañeros de trabajo en ese otro país sean más productivos. Un estudio de Harvard intentó medirlo observando lo que les ocurría a los investigadores cuando moría un colega.
La pérdida de un talento inmigrante reducía la productividad de los compañeros (medida en patentes) casi el doble que la pérdida de un nativo. A partir de ahí, el estudio estimó que, en Estados Unidos, los inmigrantes, aunque solo representan el 14% de la población, son responsables de un enorme 36% de la innovación. A medida que la globalización del capital se estanca, el flujo de cerebros a través de las fronteras se convierte en una vía cada vez más importante para la difusión de nuevas ideas.
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La mayoría de los países ricos están renuentes a dejar entrar a muchos más trabajadores o solicitantes de asilo, pero afirman estar deseosos de atraer a los mejores talentos, en especial en campos considerados estratégicos (como la inteligencia artificial) o de evidente beneficio para los votantes (como la medicina). Estados Unidos, China y la mayoría de los países europeos afirman que estas personas son bienvenidas. Mónaco tiene incluso una “secretaría de atracción” destinada a empresarios de altos vuelos.
Sin embargo, a veces hay otras prioridades de por medio. La obsesión china por la seguridad les ha hecho la vida imposible a los extranjeros. La policía los vigila; se advierte a sus amantes en el lugar que pueden ser espías y los consultores que contratan pueden ser detenidos por compartir información que después se considera secreto nacional.
En el Reino Unido, la obsesión por reducir la inmigración global ha llevado al gobierno laborista a exhortar a las empresas de tecnología a contratar menos ingenieros extranjeros, bajo la falsa premisa de que así se crearán más puestos de trabajo de alta tecnología para los nativos. En cuanto a Estados Unidos, aunque tiene el mercado laboral más atractivo del mundo, posee uno de los sistemas de inmigración más disfuncionales.
El muro fronterizo para los cerebros
Cuando una empresa solicita un visado H-1B (visado de trabajo temporal) en nombre de un trabajador altamente calificado con una oferta de trabajo de seis cifras, hay un 75% de posibilidades de que sea rechazada. Pero no sucede de inmediato. Puede llevar un año de trámites: una eternidad en el negocio de la tecnología.
Y si el cerebrito en cuestión está en busca de la residencia permanente (para poder establecerse, planificar el futuro y no preocuparse de que deporten a sus hijos cuando cumplan 21 años y ya no se les considere dependientes), más vale que no sea de un país cuya población es abundante. Gracias a la absurda norma de no conceder más del 7% de las “green cards” por motivos laborales a un mismo país cada año, los ciudadanos indios podrían tener que esperar 134 años para obtener una.
Muchos se dan por vencidos y se van a otra parte. Cerca del 73% de quienes se han graduado de una universidad estadounidense dice a los encuestadores que quiere quedarse en Estados Unidos, pero solo el 41% puede hacerlo. El bloqueo en el camino del campus al trabajo es una de las razones por las que las universidades estadounidenses, pese a ser las mejores del mundo, llevan dos décadas perdiendo cuota de mercado en favor de ciudadanos australianos y canadienses.
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Contrasta con Dubái, donde cualquiera con un salario superior a cierto umbral puede obtener una visa de trabajo en una semana. Instalarse es fácil: el sistema, totalmente digitalizado, permite obtener una licencia de conducir, abrir una cuenta bancaria, etc. en pocos días. Los expatriados pueden patrocinar a niñeras para que les concedan visados de trabajo, de modo que las dos mitades de una pareja poderosa puedan trabajar. Este sistema tan hospitalario ha contribuido a que Dubái pase de ser un oscuro puerto al borde del desierto a un centro mundial de negocios en apenas una generación.
Las democracias no pueden limitarse a copiar al Dubái autócrata. A los votantes les gusta sentir que tienen el control y no tolerarían que los inmigrantes los superaran en número casi nueve a uno. Y pocos Estados del bienestar podrían sobrevivir sin un impuesto sobre la renta. No obstante, Dubái es un buen ejemplo de cómo un gobierno puede hacer que un sistema de inmigración no suponga casi ninguna fricción para las personas que más desea atraer.
Su éxito es un reproche implícito a los lugares que todavía tienen formularios en papel y funcionarios fronterizos malhumorados, como Estados Unidos. Si lo desean, las democracias pueden mejorar en poco tiempo sus sistemas de inmigración, como ha hecho Portugal, que ha pasado de ser un país relativamente atrasado a convertirse en un oasis para los nómadas digitales en casi una década.
Un sistema inteligente para atraer talento debe observar dos principios. En primer lugar, eliminar obstáculos es más eficaz que ofrecer incentivos para profesiones específicas, como hacen muchos gobiernos. En segundo lugar, los criterios para decidir a quién se admite deben ser lo más sencillos y objetivos que se pueda.
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Por ejemplo, un país podría aceptar a cualquiera que gane más de una determinada cantidad o que se haya graduado de una universidad de prestigio. Se necesitan algunas barreras para evitar que se falsifiquen los salarios o que empresas fraudulentas ofrezcan títulos de mala calidad con el único fin de obtener visados de trabajo, como se ha descubierto en Canadá. Pero las medidas objetivas son más rápidas y justas que permitir demasiada discrecionalidad burocrática. Los funcionarios de inmigración no son buenos jueces de planes empresariales o proyectos de investigación.
Las desventajas de atraer más talento son en su mayoría llevaderas. Si los banqueros expatriados hacen subir el precio de la vivienda, hay que permitir que se construyan más casas. Otra preocupación, la de que los países ricos cazadores de talentos dejen a los pobres desprovistos de capital humano, es más compleja. Cuando los científicos se trasladan a mejores laboratorios, innovan más, en beneficio de la humanidad. Cuando las personas emigran de los países más pobres, ganan más y envían dinero a casa, a menudo pagando la educación de sus familiares.
Los estudios revelan que los países en desarrollo se benefician de una “fuga de cerebros” de hasta un 10% de sus graduados universitarios, lo que significa que India y China podrían permitirse perder muchos más. Muchas naciones más pobres se ven perjudicadas por una mayor fuga, aunque son los inmigrantes quienes se benefician más y no es tan obvio que los intereses de sus países deban primar sobre los suyos.
En cualquier caso, no es el altruismo lo que impide a la mayoría de los países ricos robar talentos con mayor eficacia. Es la incompetencia. Aquellos que no ofrezcan una mejor bienvenida desperdiciarán la oportunidad de acelerar la difusión del conocimiento y aumentar su prosperidad.
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