El triángulo de la tristeza
Si pensáramos que El triángulo de la tristeza es una crítica férrea al sistema capitalista, a tomar en cuenta como referencia para examinar la decadencia humana del nuevo milenio, estaríamos cometiendo un grave error. La última película del realizador sueco Ruben Östlund es una divertida sátira que no aspira a ser el tótem de la moralidad que muchos desean. Östlund mantiene la línea de observación corrosiva que propuso en su anterior trabajo, The Square (Palma de Oro en el 2017), llevando los resultados hacia el exceso y el delirio. Siempre en tono divertido. Si en The Square la mofa era lanzada sin sutilezas al mundo del arte y sus galerías vanguardistas, en El triángulo de la tristeza las burlas disparan en dirección a un grupo selecto de personajes: influencers, multimillonarios y fabricantes de armas, que se contrapone a otro pelotón integrado por la `servidumbre´ de una embarcación y hasta un dudoso pirata.
Carl (Harris Dickinson) y Yaya (Charlbi Dean) son influencers y están inmersos en el frívolo mundo de la moda. La apariencia física es la bandera que envuelve a la joven pareja. Una de las escenas tragicómicas que diseña la conducta de estos personajes se da durante una discusión sobre quién debe pagar la cuenta de una cena costosa. Ello enciende el debate de los roles de género y sus implicancias, conveniencias y consecuencias en el mundo de hoy. Superado el impase, los modelos son invitados a un crucero de lujo donde conocerán a una serie de hombres y mujeres que se harán notar por sus decisiones miserables y ególatras. Por medio de la ostentosa pareja, Östlund teje a buen ritmo varias secuencias de diálogos que dan una clara idea del rumbo que irá tomando su película: la socarronería exasperante.
En la segunda parte de El triángulo de la tristeza todo se desborda a partir de la instalación de estereotipos exagerados que denigran y son denigrados, siempre en nombre del dinero, pero que, en conjunto, conforman un mismo círculo vicioso del que todos obtienen cierto beneficio. La reflexión a la que llama el director sueco parece transmitir la idea de que si bien el dinero compra voluntades también pone en determinados momentos a quienes menos se piense en posiciones de poder. Sin importar la procedencia, todos terminan corrompidos. La secuencia en que todos los pasajeros vomitan en plena cena, con el barco azotado por una tormenta, es repugnante y maravillosa. Östlund no se guarda nada y combina el refinamiento de su puesta en escena con el asco provocado por acciones donde, por ejemplo, una mujer sufre de diarrea o un hombre salpica su regurgitación en el plato de otro. Esa mezcla de elegancia y repulsión también trasciende a la fisicidad de las acciones. Las ideas de los viajantes y de la tripulación circulan por esa misma ruta, causando aversión y encanto. Si bien el director juega al cálculo y no muestra nada original, distingue su narración con una pericia que entretiene durante buena parte del metraje.
El último acto se desarrolla en una isla, aparentemente deshabitada, que sirve de refugio a los sobrevivientes del naufragio, quienes también fueron asediados por un grupo de piratas. Los hechos en este paraje paradisíaco se convierte en un escenario hostil por el liderazgo que sólo podrá alcanzarse gracias a determinadas habilidades de sobrevivencia. Es así que Abigail (Dolly de Léon), una aseadora de baños de la malograda embarcación asume el mando cuando demuestra lo que solo ella sabe hacer: cazar y encender una fogata. Es decir, lo básico y primitivo. La antípoda de la tecnologización imperante de épocas actuales. En tramo final, Östlund relaja un poco las tensiones de su guion pasando de conversaciones políticas a bordo del crucero -los encendidos intercambios de citas entre el capitán del navío (Woody Harrelson) y un millonario ruso (Zlatko Buric), ambos ebrios, son desternillantes- hacia exponer situaciones más lúdicas y convencionales. Nada mal, pero predecible. Un poco de perversidad juguetona.
El triángulo de la tristeza aborda tópicos como la monetización de la belleza a través de las redes sociales, la diferencia de clases materializada en las posiciones laborales, el poder que otorgan el dinero o el sexo y sus excéntricas consecuencias, la lucha de género que defiende una perspectiva dependiendo de las circunstancias, la política como fachada ideológica para sentirse superior al resto, la falsa intelectualidad que se aprovecha de un mundo ignorante. Todos son ingredientes de un torbellino absurdo y locuaz que, además, sirve de espejo para cualquier espectador.