De nuevo al teletrabajo, como en el estallido social
Isabel Ramos, Editora de Internacional del Diario Financiero de Chile
Los chilenos nos acostumbramos al teletrabajo en octubre, cuando el estallido social nos obligó a volver más temprano a nuestras casas para escapar del enfrentamiento entre manifestantes y los carabineros (la Policía).Se esperaba un marzo convulsionado, con el regreso de las marchas después del receso veraniego, pero no sabremos si eso era cierto.
Los niños alcanzaron a asistir pocos días a clases antes de que nos refugiáramos de nuevo en nuestras casas, pero esta vez por culpa de un virus. Y acá estamos tratando de combinar el teletrabajo con las tareas que los colegios bombardean a los niños, y tratando de mantener la calma en una cuarentena que para algunos es voluntaria, pero para otros es obligatoria.
¿Por qué? El impacto económico de paralizar el país completo sería devastador. Salíamos de un estallido social que provocó, sin quererlo, un golpe en el empleo y el crecimiento.
“Decir que hay ‘solo’ 37 fallecidos es irónico, porque cada una de esas muertes duele. Quisiera que todos respeten la cuarentena”.
El coronavirus llegó con los turistas y quienes vacacionaron en el extranjero durante el verano. Ahora somos todos vulnerables.
El país tiene toque de queda de 10 p.m. a 5 a.m., y estamos tratando de sobrellevar el encierro a punta de alcohol (las botillerías tienen filas más largas que las farmacias) y haciendo carretes (fiestas) a través de ‘Zoom’ y ‘Houseparty’.
Tenemos una de las cifras de contagios más altas de la región, más de 4 mil casos, y hasta hoy (lunes) solo 37 fallecidos.
“Solo”, es irónico, porque cada una de esas muertes cuenta, y duele. Me gustaría que todos respetaran la cuarentena, pero hay gente indolente, que no toma conciencia. También me gustaría que no hubiera filas afuera de las oficinas en las que se activa el seguro de cesantía. Pero nos pondremos de pie, como siempre.
El lugar del mal y la falla de un sistema
Juan Mascardi, periodista de Argentina
Afuera está el mal.
Es invisible
intangible
incoloro
insípido
insaboro
introspectivo
Es invencible.
Ahora abro la ventana. Aire. Tiempo. Al mal no lo veo. Es de noche y en el medio de un silencio de campo, llanura y río que se viste de apocalipsis vernáculo y global, suenan aplausos.
Desde los balcones de calle Italia, van saliendo los vecinos, uno a uno.
Los balconeros, los balconeadores se asoman y aplauden. Cada vez son más. La calle está vacía. La convocatoria es a través de redes sociales. Los balcones son tribunas, gradas o plateas preferenciales que quiebran con la intimidad del hogar para convertirse en conciencia colectiva. Los aplausos son aliento, apoyo, augurio y deseo. Son para las trabajadoras y trabajadores de la salud. Falta una hora para que el presidente argentino Alberto Fernández anuncie la primera cuarentena obligatoria. Los aplausos se anticipan a una medida. La medida es un hashtag: #quedateencasa.
El mal entra en nuestro cuerpo a través de los órganos que nos vinculan con los sentidos. El mal inhibe las palabras, los abrazos de bienvenidas, las protestas de las fallas arbitrales, las condenas en juicios orales, el cinismo de las despedidas de solteros, los recreos en las escuelas, las apuestas clandestinas, la prostitución a domicilio, los cafés de la discordia, los aromas que sudan las multitudes, los secretos al oído, los paseos en barco, las maratones de los runners, las orgías, los cumpleaños infantiles, las clases de natación, los estrenos de los jueves. Todo lo que está afuera es desconocido. El afuera nos impone un silencio a nosotros mismos que no podemos silenciar.
“El mal entra en nuestro cuerpo en forma de clases de gimnasia, mantras para colorear y podcasts de autoayuda”.
El hogar parece deshabitado. Los gurúes de la felicidad envían señales como recetas de comidas rápidas. La vida se transforma en una guía práctica para la sobrevivencia. El mal entra en nuestro cuerpo con forma de tutoriales de clases de gimnasia, mantras para colorear, pódcasts de autoayuda, libros de aeropuertos, noticieros con títulos catástrofe, películas de zombies, porno gratis para todes, budines de Instagram, memes de africanos que celebran el fin de la vida. El virus es una falla del sistema y el sistema reacciona. La cuarentena es la expresión amplificada de un sobrecapitalismo que intenta solapar la angustia, borrar la tristeza y disfrazarnos de payasos en el territorio de la intimidad. Todo transmitido en vivo y en directo.
El culto al silencio no es la ponderación del encierro. El sistema te encierra con el miedo, el pánico, el pavor. Y con la falsa creencia que a todos nos gusta lo mismo. Ahora ya pasaron 16 días del anuncio del presidente Fernández. Desde aquel jueves de aplausos balconeros, nunca dejó de sonar el himno argentino en el barrio de Pichincha de Rosario. Luego suena una versión añeja de Resistiré. Los aplausos decaen mientras crece la cuarentena. Media hora después del himno de las 21, los mismos balconeros que aplauden a los trabajadores de la salud, golpean cacerolas contra los sueldos de las autoridades políticas y gobernantes. De la emoción por la defensa de la salud pública y gratuita al patetismo del discurso de la antipolítica con ruidos de cacerolas hay solo media hora de distancia.
Afuera está el mal.
Siempre lo estuvo.
Salvo que ahora, luego de la cuarentena, alguien se anime a desenmascararlo.
El coronavirus desde “La ventana indiscreta”
Vladimir Kocerha, excorresponsal de Gestión en Estados Unidos
Cuando me invitaron a escribir sobre cómo veo la cuarentena desde mi ventana, me vino a la memoria el film clásico de Alfred Hitchcock “Rear Window” ( 1954 ), caprichosamente traducido como “La ventana indiscreta”.
Un hombre atrapado en su departamento a causa de un accidente conjetura a través de su ventana que uno de sus vecinos ha consumado un crimen que se convierte en su obsesión probar.
Y es que de súbito me vi recluido en un entorno bucólico en los suburbios de Maryland, en un viaje entre Perú y China, sin poder aterrizar en ninguno de los dos países que han sido mi hogar en diez de los últimos doce años. Viví nueve en Shanghái, donde aún tengo un espacio alquilado, no sé ya hasta cuándo.
En Lima, está mi madre nonagenaria por quien me aflijo a la distancia. Poco puedo hacer en ambos extremos cuando me han cerrado el ingreso en los dos países hasta que pase la tormenta. ¿Uno, dos, tres meses más? ¿Y cómo será el posmundo si el virus se niega a desaparecer?
“Algunos muestran obsesión por castigar a quienes no acatan la cuarentena, cuando a la postre, lo que está en juego son las libertades”.
Me temo que esto tiene para largo o para siempre. El haber estado repartido entre continentes me ha enseñado a ver el mundo desde las pantallas de mi laptop o los celulares, mis verdaderas ventanas indiscretas. Ahora todos tenemos más tiempo, los mensajes no dejan de llegar y los celulares no dejan de vibrar.
Las redes sociales peruanas, bloqueadas en China, exhalan virulencia. Algunos muestran lo peor como esa obsesión por castigar a quienes no acatan la cuarentena, cuando a la postre, lo que está en juego son las libertades que todos vamos concediendo de a pocos, aquello por lo que generaciones se rebelaron, lucharon y purgaron prisión.
Nunca se debió haber llegado a esto; el mundo estaba advertido. Por eso no logro entender ese frenesí de quienes quieren culpar a diestra y siniestra.