Perú tomó una decisión dramática en su lucha contra el COVID-19: flexibilizar el escenario de aislamiento social que rige desde hace 68 días y abrir una economía en “caída libre” mientras la enfermedad se encuentra en pleno apogeo sin visos de detener su expansión.
El presidente Martín Vizcarra anunció este viernes que a partir del lunes 25 de mayo quedará habilitado el comercio electrónico, la provisión de servicios profesionales y técnicos, lavanderías y peluquerías e incluso el retorno del fútbol profesional, entre otros sectores.
Técnicamente, el aislamiento sigue vigente y es obligatorio, si bien la necesidad económica y el hartazgo ciudadano han obligado a relajar unas normas -que ya eran poco respetadas- pese a que la curva de contagios no ha dejado nunca de crecer y dibuja una disyuntiva compleja y trágica: o la catástrofe económica o la posibilidad de una expansión incontrolada del virus.
Curva peruana
Con más de 100,000 enfermos y una media de aproximadamente unos 4,000 nuevos casos diarios en las últimas jornadas, Perú es ya uno de los países del mundo con más infectados.
La cifra sube y sube, sin que haya nunca un pico estratosférico pero sin que cese el pertinaz ritmo ascendente pese a las palabras de Vizcarra de hace una semana en las que afirmó que el país ya se encontraba en una “meseta”.
Por otro lado, la situación económica de las familias peruanas, particularmente aquellas de los sectores más humildes y de la inmensa mayoría de la población que trabaja en el sector informal, ya no aguanta más tras más de dos meses de paralización.
Pese a las ayudas públicas copiosas y amplias, y los programas de relanzamiento económico prometidos por el Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), los recursos no dan para más, las familias y empresas no se sostienen y el bolsillo del Estado no puede dar mucho más de sí.
El plan original
La situación peruana es atípica, ya que la enfermedad se ha expandido pese a una de las más estrictas órdenes de aislamiento social y confinamiento obligatorio, al menos sobre el papel, de todo el mundo.
Está prohibido desde hace 68 día salir a la calle salvo para comprar alimentos o medicinas, hay un toque de queda nocturno, hasta la fecha solo estaban permitidas actividades económicas esenciales y está cerrado el tráfico aéreo y terrestre tanto local como internacional.
La estrategia parecía adecuada: el confinamiento arrancó con apenas 70 casos confirmados; se otorgaron ayudas inmediatas a los más pobres para que permanecieran en sus hogares y se inició una carrera tanto para multiplicar las pruebas de detección como para ampliar las deficientes capacidades hospitalarias del país.
¿Qué pasó?
Está claro que la cuarentena no ha sido tan efectiva como debería haber sido, un hecho que se ha hecho patente incluso con el enfriamiento de los mensajes optimistas lanzados desde el inicio de la reclusión por el Gobierno.
Varias encuestas señalan el apoyo abrumador a las restricciones impuestas por el Gobierno, pero por un motivo u otro el incumplimiento del aislamiento ha sido generalizado en amplias zonas, y se ha dado una concatenación de factores que parecen haber derrumbado la estrategia inicial.
La población más pobre y si recursos no pudo mantenerse en sus precarias viviendas y, pese a las ayudas públicas, se han visto obligados a salir a buscarse la vida.
Otros miles de ciudadanos de las grandes ciudades, que se quedaron sin empleo de la noche a la mañana, regresaron a sus regiones de origen, muchas veces a pie.
En otros lugares, pautas culturales y un histórico desprecio a los poderes públicos ayudaron a que no se respetaran las medidas.
COVID de “yapa”
En este contexto, los mercados de abastos se convirtieron y operaron durante semanas como espacios a donde la población siguió acudiendo en masa y en donde la enfermedad encontró un foco para multiplicarse.
Así se hizo real lo que Vizcarra denunció en una de sus alocuciones en la que instaba a la gente a mantener la precaución: la gente iba a comprar y de "yapa" (propina) se estaba llevando el virus.
Sólo hace una semana que se inició una intervención en los mercados, después de que un incremento en el número de pruebas entre los tenderos revelara la alarmante proporción de ellos que eran portadores de la enfermedad.
Tan solo en el Mercado Mayorista de Frutas de Lima, el 80% de los comerciantes dio positivo para COVID-19.
El cobro de las ayudas económicas también desató aglomeraciones, con decenas de miles de personas, particularmente adultos mayores que viven en gran pobreza, que acudieron a las oficinas bancarias a recibir su dinero o a pedir información con escasas o nulas medidas de protección.
Carrera hospitalaria
En el lado positivo, las restricciones sí sirvieron para que Perú ganara tiempo y reforzara su sistema sanitario en una carrera contrarreloj en la que se ha visto como el país multiplicó sus camas hospitalarias y Unidades de Cuidados Intensivos (UCI), que pasaron de menos de un centenar a más de un millar en estas semanas.
Este esfuerzo de último minuto también subraya otro de los problemas de Perú en esta crisis: el histórico abandono de la salud pública que ahora se revela como una dificultad añadida a superar.
Salvo en las zonas selváticas, donde el virus estalló como una bomba y llegó a colapsar hospitales, el sistema se mantuvo por delante de la enfermedad, al menos sobre el papel.
Sin embargo, el impacto del COVID-19 está siendo mucho mayor de lo que reportan los datos oficiales.
Un informe de "Financial Times" apunta que Perú, que oficialmente reporta poco más de 3,000 muertos a causa del virus, afronta "el brote más severo del mundo" de la enfermedad, con unas 8,000 muertes por encima de la media "normal" que no han sido contabilizadas como víctimas de la enfermedad.
Esa apreciación coincide con la de médicos y otros testigos de primera mano del embate de la enfermedad, que reportan cientos de casos de muertes no diagnosticadas pero a su juicio sin duda vinculadas al COVID-19.