Escribe: Verónica Zavala Lombardi, directora independiente.
La semana pasada el Congreso le negó a la presidenta Dina Boluarte permiso para participar de la Asamblea General de las Naciones Unidas que se celebra en Estados Unidos. Los argumentos usados para negar el viaje están vinculados a los críticos incendios en la Amazonía –muy mal manejados por el Gobierno por cierto–, aunque el trasfondo tendría que ver con el desmarque político de algunas bancadas de cara al próximo periodo electoral, ya que los viajes presidenciales y de otras altas autoridades son muy impopulares. El tema tiene algunas aristas que considero importante analizar.
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Por un lado, en todos los países, y especialmente en el nuestro, siempre hay distintos niveles de crisis, ya sea por temas de fenómenos naturales como o por cuestiones sociales o políticas (paros, manifestaciones). Es difícil pensar que la presencia física en el país de la mandataria sea crítica para resolver esta crisis, pues en el mundo de hoy lo que necesita para poder informarse, analizar y tomar las decisiones en tiempo real, viaja con ella. Soy consciente de que hay crisis que requieren la presencia en el país del mandatario(a), pero son la minoría. Pienso en situaciones como el terremoto de Ica en el 2007, las inundaciones del Niño costero en el 2017 o la crisis social de inicios del 2023 en que la ausencia del país de la mandataria hubiera sido tirar gasolina al fuego y probablemente aumentar el número de muertos y las pérdidas económicas. Eso sí, en todas las crisis el mandatario (a) requiere actuar con empatía, lo cual no es sinónimo de presencia física.
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Por otro lado, una participación consistente a nivel de mandatario en estos foros es necesaria para que un país sea un actor relevante en la esfera internacional. Los discursos, por más interesantes, no son el tema central en una Asamblea como la de Naciones Unidas. La relevancia está en las reuniones bilaterales formales que dan seguimiento a agendas específicas y en las conversaciones y reuniones informales que permiten a un mandatario establecer relaciones y alianzas con sus pares más afines. Y en estas dos últimas, la presencia de un embajador o un ministro de exteriores no resuelve y más bien se lee como una falta de interés o compromiso del país.
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El entendimiento de que ante problemas y crisis sectoriales se debe suspender la participación en foros internacionales se traslada a otras instancias. En mi experiencia, durante el tiempo en que trabajé en organismos internacionales como el BID y el Banco Mundial, me tocó ver cómo el ministro de Perú descartaba su participación con una frecuencia mayor a la de cualquier otro ministro de la región. Como resultado de ello, Perú tenía –y no creo que esto haya cambiado– menos “poder informal” que otros países que participan consistentemente.
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Parte del problema es que se percibe la participación en foros internacionales como un viaje de vacaciones o un premio. Obviamente, si se hacen con seriedad son agotadores y estresantes, pero sabemos que algunas veces se ha utilizado el espacio de un viaje oficial para trabajar poco y tener espacio para relajarse. Mi opinión es que deberíamos exigir que nuestras autoridades participen en las reuniones multilaterales importantes. Asimismo, exigir que lo hagan debidamente preparadas y con agendas claras que maximicen los intereses del Perú y que todo ello se haga con austeridad y dignidad. Pienso que la solución a algo importante que se hace mal no es dejar de hacerlo sino hacerlo bien.
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