Exgerente general de OSIPTEL
Podrían escribirse cientos de columnas sobre la importancia de la transformación digital que trajo consigo la COVID-19 o sobre la dependencia casi absoluta a los servicios básicos de conectividad; así como también hemos tomado conciencia de los grandes beneficios que generarían en la población el acceso inclusivo a las telecomunicaciones.
Es una lástima, no obstante, que aún sea evidente la brecha en el acceso a Internet, especialmente en las poblaciones rurales desatendidas, quienes no pueden gozar de las oportunidades que brinda el contar con acceso a internet. Para atender esta necesidad- la cual debe ser abordada como tema prioritario en la agenda de todos los actores de la sociedad- es necesario generar las condiciones para invertir en el cierre de esta brecha de desigualdad.
Paradójicamente a esta postura, se le contrapone la ley que busca garantizar la velocidad mínima en el servicio de Internet de banda ancha. Lo que hace esta norma es básicamente dos cosas: (i) incrementar la velocidad mínima garantizada del servicio de Internet de 40% a 70% y (ii) establecer en 3 a 1 la relación de asimetría entre las velocidades de bajada y subida de datos de Internet. La intención puede parecer buena y hasta populista, pero cuando no se investiga adecuadamente su viabilidad o no se tiene en consideración el debate técnico, entonces se generan perjuicios muy graves a los propios usuarios.
Desafortunadamente, la difícil geografía del país y la infraestructura de telecomunicaciones aún en desarrollo condiciona el despliegue de infraestructura y la velocidad de Internet, haciendo que la ley no pueda ser viable. Lo más preocupante aún es que no se consideró la opinión del regulador OSIPTEL, que en todo momento postuló que la norma era anti técnica.
Ante la falta de conocimiento especializado, se omitieron consideraciones relevantes como las opciones tecnológicas existentes para prestar el servicio de Internet. Una de ellas -pero la menos extendida- es la fibra óptica, donde tal vez se puedan alcanzar velocidades como las que propone la ley, pero el porcentaje de peruanos que cuentan con este servicio es de menos de dos dígitos. Las otras tecnologías que pueden ser HFC o inalámbricas no pueden hoy, sin la infraestructura necesaria, alcanzar esas velocidades.
Es como comprar un automóvil Ferrari que corre hasta 300 kilómetros por hora y que normemos por ley que debe de recorrer las distintas vías del Perú a no menos de 210 kilómetros por hora (70%), indistintamente que sea una carretera, una trocha carrozable, un camino de herradura o transitar por la Vía Expresa en hora punta. Esto es imposible.
Lo que sucederá y ya viene ocurriendo, es que las operadoras están deteniendo inversiones y expansiones en zonas no atendidas para lograr garantizar ese nivel de velocidad en las zonas urbanas, donde es muy probable se incremente las tarifas para financiar la infraestructura necesaria. Sin duda alguna, es una ley que aparenta beneficio, pero está perjudicando a los peruanos de menores recursos e incluso incrementará la brecha de acceso a Internet.
La reacción de las autoridades debe ser, por lo tanto, inmediata. Para ello, se necesita dimensionar el porcentaje de velocidad en una medida acorde a nuestro país, revisar las formas de medición de la velocidad, diferenciar las velocidades según la tecnología y la velocidad en zonas urbanas y no urbanas para no perjudicar a los que aún no tienen servicio. Solo así, con un mayor tecnicismo y sin mayores sobrerregulaciones, daremos pase finalmente a una ley que no perjudique, sino que garantice Internet para todos los peruanos.
Se requiere entonces una urgente la modificación de la Ley que estableció la Velocidad Mínima Garantizada de Internet para que cumpla realmente con el objetivo de reducir las brechas de desigualdad de acceso. Si no se modifica en el corto plazo, lamentablemente los más perjudicados serán los mismos de siempre, los olvidados del Perú.