El Gabinete y el presidente han iniciado un acelerado proceso para tratar de evitar que se apruebe la moción de vacancia el próximo jueves. Un esfuerzo que más se parece a los manotazos de un ahogado, que a una estrategia política bien elaborada.
Es notorio que el domingo el Gobierno recibió un golpe muy fuerte en dos actos. Por la mañana, se difundió la encuesta que llevaba la aprobación del presidente a 25%, y –seguramente– bajando; y por la noche el reportaje que mostraba cómo un domicilio en Breña se constituía en la sucursal clandestina de Palacio de Gobierno, con acceso solo para los allegados del jefe de Estado.
Hasta antes del domingo, probablemente el presidente se sentía confiado de que no se alcanzarían los 52 votos para admitir la moción de vacancia. Luego del domingo, lo más seguro es que haya estado contando cada voto, y el miedo haya empezado a recorrer su cuerpo.
Las primeras reacciones del presidente y del Gabinete no solo fueron poco felices, sino hasta contraproducentes.
Aparecer en un mensaje de cuatro minutos para pretender victimizarse –una vez más– y buscar cambiar la agenda con el anuncio de medidas como la declaratoria de emergencia de algunas regiones, sin dar las explicaciones que el país le demandaba, fueron un grave error del presidente.
Pero que el Gabinete no le hiciera saber que eso era muy poco inteligente políticamente, y, por el contrario, hiciera causa común con él respaldándolo con su presencia en el mensaje, fueron otro grave error. Una cosa es tratar de ayudar al presidente a salir de una crisis como esta, y otra es avalar y respaldar un desatino.
Las cartas que se juega ahora el presidente para tratar de salvarse no son fáciles. Está claramente entre dos frentes: los que le piden que vuelva a sus raíces (sus promesas de campaña y la Asamblea Constituyente), como “su pueblo” rondero ayer, y los partidos de centro y de oposición, que le piden que cambie de Gabinete, gire al centro y se olvide de esa Constituyente.
Ayer, una vez más, volvió a jugar a la ambigüedad. Por un lado, hablaba de gobernabilidad y de búsqueda de consenso para temas trascendentales; y por el otro, insistía en la renegociación de Camisea, en la revisión de los contratos, el asunto de los recursos naturales y la justicia de los ronderos (¿?). Pero el tiempo se le acaba y tiene que decidir ¿en quién se va a apoyar?, ¿se reconciliará con Perú Libre y sus promesas irrenunciables, o renunciará a la Asamblea Constituyente?
Convocar, a estas alturas, a los líderes de las agrupaciones representadas en el Congreso –como lo hizo ayer–, en un anuncio que suena más a desesperación, es un riesgo alto. Quizás no vayan, o quizás vayan para hacerle exigencias que serán difíciles de cumplir. Y si van y le prometen su apoyo (con el riesgo de que parezca que fueron “convencidos” con promesas de cargos o de obras), quizás esos líderes no puedan alinear a sus bancadas para que disciplinadamente se opongan a la admisión de la moción de vacancia.
Parece que el presidente no puede entender -ni el Gabinete se lo hace saber así- que la solución está en sus propias manos. Tiene que dar explicaciones claras, sustentadas y convincentes al país, y quizás la aprobación de la moción de vacancia pueda convertirla en una oportunidad a su favor; debe cambiar un Gabinete que está totalmente desgastado y carente de credibilidad; y tiene que definir hacia dónde quiere llevar al país. Eso es todo.