Escribe: Galantino Gallo, CEO de Prima AFP
Mucho ha ocurrido desde que, en 1956, John McCarthy, un informático estadounidense, acuñó el término Inteligencia Artificial (IA). Él no llegó a verlo (murió en el 2011), pero la idea que nació de un ejercicio académico, para averiguar cómo hacer que las máquinas “resuelvan el tipo de problemas reservado para los humanos”, se terminaría cristalizando en herramientas como Chat GPT o Midjourney 66 años después. Y el concepto de IA, hasta hace poco amorfo y limitado, acabaría sacudiendo las vidas de las personas y, también, la creatividad de las empresas.
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Aunque el ‘boom’ actual de la IA es la consecuencia de años de trabajo, la chispa que lo gatilló fue la difusión de Chat GPT en el 2022. Por fin, la tecnología no solo procesaba información, sino que podía aprender de ella, entenderla, generarla y aplicarla de manera coherente y contextualmente relevante a las tareas que le planteaba el usuario. Era, en fin, inteligente. Y hoy todas las industrias están empeñadas en empuñarla, por las oportunidades que trae para áreas como la atención de personas, la prevención del fraude, el fortalecimiento de la educación, la personalización de los servicios y un largo etcétera. Frente a eso, los gigantes tecnológicos, como Alphabet, Amazon, Apple, Meta y Microsoft, están invirtiendo miles de millones de dólares en su desarrollo.
Sin embargo, mientras el mundo está entusiasmado con la IA, y mientras todos nos interesamos por utilizar la tecnología para elevar la productividad de nuestras empresas, los inversionistas (sobre todo los institucionales) debemos mantener la cabeza fría. Sí, todo parece indicar que estamos ante una revolución en la manera en la que trabajamos e interactuamos con nuestro entorno, pero la experiencia y la realidad nos deberían llevar a mirar el panorama con partes iguales de entusiasmo y de prudencia.
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La verdad es que la IA, y los usos que se le dará, aún están en desarrollo. Todavía está por verse dónde desembocará toda la inversión que el mundo está haciendo en ella y hasta qué punto su empleo redundará en lo que más importa en este contexto: productividad. La discusión de sus virtudes –múltiples y, francamente, fascinantes–, además, no puede hacernos pasar por alto las posibles limitaciones que puede encarar.
Para empezar, en un contexto donde el cambio climático nos obliga a pensar en la sostenibilidad, la demanda de energía que llega con la proliferación de la IA, es significativa por la complejidad y escala de los modelos que permiten su funcionamiento, que exigen grandes cantidades de procesamiento computacional y recursos especializados. Bill Gates tiene razón al decir que la eficiencia que traerá esta tecnología compensará por esto, pero ya se prevé que para el 2027 la expansión de la IA explicará un aumento del 0.5% en el consumo de electricidad mundial. Y este hecho no solo tiene implicancias ecológicas, sino también políticas, que se suman a las relacionadas al futuro del trabajo, a la medida en la que estas herramientas pueden ensanchar brechas sociales existentes y a las preocupaciones filosóficas sobre, por ejemplo, la singularidad de la IA, que podrían incidir en su crecimiento.
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Y hay otros riesgos improbables, pero que vale la pena tener en el radar. Hoy, por ejemplo, empresas como Nvidia (que produce chips esenciales para el desarrollo de la IA) han conquistado, por la calidad de sus productos, porciones importantes de la cadena de suministro en este sector, una situación que hace que el mercado de la IA sea vulnerable a la capacidad de estos grandes actores de estar a la altura de la demanda. Asimismo, solo el tiempo dirá si el ímpetu de los gigantes tecnológicos por invertir en la IA se encontrará con una demanda a la altura de la apuesta que han hecho. De no ser así la velocidad del progreso de esta herramienta podría disminuir. Hay algunas limitaciones prácticas, tan interesantes como la tecnología en sí, que también vale la pena monitorear. Poco se habla, por ejemplo, de lo que ocurrirá cuando la IA haya consumido toda la información textual de calidad disponible en Internet (su principal fuente de aprendizaje y de material de entrenamiento). Los expertos hablan de un “data wall” que, aunque no supondría el fin de la IA, sí podría ralentizar su evolución.
Con todo esto, no busco ser aguafiestas. El futuro de la IA emociona y las posibilidades que abre son casi infinitas, pero es vital, como participantes, beneficiarios y espectadores del mercado global, que no nos perdamos en la luna de miel, sino que pensemos en el futuro. No se trata, tampoco, de ser cínicos, sino de mantenernos realistas y curiosos frente a los avances, retrocesos, límites y oportunidades que esta tecnología, como tantas en la historia, encontrará en el camino.
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