Decano de la Facultad de Artes Contemporáneas, Ciencias Humanas y Educación de la UPC
Hace 200 años se instaló el primer congreso constituyente del Perú. Es verdad que nuestras constituyentes han sido pródigas, pero la de 1822 significa mucho porque fundó la república peruana. Esa forma de gobierno que hoy parece la norma, en el momento de la independencia fue más bien una excepción, una novedad y, sobre todo, una apuesta. Cuando los constituyentes peruanos sesionaban en la capilla de la universidad de San Marcos (el mismo predio que hoy ocupa el palacio legislativo), la República Francesa era cosa del pasado y, en cambio, reinaba Luis XVIII.
Los nuevos estados europeos del siglo XIX como Bélgica, Grecia o Rumania fueron fundados como monarquías constitucionales. En el mismo sentido, México inició su vida independiente coronando a un emperador y Haití estuvo gobernado por dos casas reinantes. El Imperio de Brasil no solo expandió el territorio heredado de la corona portuguesa, sino fue ejemplo de estabilidad política en una región marcada por terremotos políticos. No debe sorprendernos, entonces, que José de San Martín pensara en la monarquía constitucional como el modelo idóneo para el Perú, acaso para garantizar la continuidad de nuestra unidad política: al fin y al cabo, Fernando VII de España era también el XXV Inca-Rey del Perú. Que la mayoría de estados americanos (empezando por los EE.UU.) optasen por la república, no quita su excepcionalidad en el contexto mundial del siglo XIX.
La mayor verdadera novedad del sistema republicano adoptado por la constituyente de 1822 fue la implantación del parlamento, institución que no tenía antecedentes en la cultura política peruana. Teníamos cabildos elegidos en ciudades y pueblos (los antecedentes de los municipios actuales), pero la idea de una institución representativa de alcance nacional no tenía precedentes. Esta novedad explica (algunos dirían que sigue explicando) gran parte de nuestra inestabilidad política.
Dejando esa discusión para otro momento, lo importante es que iniciamos nuestra vida republicana con un gesto que a veces pasa desapercibido: la entrega del poder de San Martín al presidente de la constituyente. Que la banda presidencial simbólicamente se traslade cada período de gobierno, nos recuerda una gran verdad: que el poder es contingente y finito. Las repúblicas son esencialmente construcciones colectivas. La efímera constitución “vitalicia” de 1826 o la suerte de los gobiernos “refundadores” o “revolucionarios”, no solo son una lección en los límites del narcisismo, sino la constatación de lo inútil que es negar la obra de tus predecesores.
La república de 1822 fue también una apuesta, porque eligió el consenso como derrotero político. Los lectores de Gestión saben bien lo difícil que es lograr consensos, aun en equipos pequeños. Y nada mejor que el ritual republicano que veremos este 28 de julio para entender este arduo proceso. La ceremonia del Te Deum (acción de gracias) nos introduce a la esfera de lo contingente, de las cosas que humanamente no es posible controlar; no en vano Macmillan, el célebre primer ministro británico, decía que su mayor temor eran los “eventos” (events, dear boy, events).
Es por aquellas contingencias (sobre todo las buenas) que los creyentes agradecen a Dios y los que no tanto, a los hados. Luego de este agradecimiento, el presidente y sus ministros caminan al parlamento para encontrarse con la representación nacional. Este encuentro forzoso, normado desde nuestra primera constitución, ejemplifica la urgencia de llegar a acuerdos para tener gobiernos saludables. Una república que pierde estas nociones básicas, al final se pierde a sí misma. Gracias al maravilloso espejo de la historia sabemos que los Rubicones trasgredidos, terminan, muchas veces, en puñaladas y baños de sangre.