Escribe: Alejandro Deustua, internacionalista.
El Congreso ha autorizado el extenso viaje de la presidenta Boluarte a China. Tratándose de una visita de Estado que implica serios compromisos para el país esperamos que la naturaleza de la misma, su contenido y oportunidad hayan sido adecuadamente explicados. Y que sus consideraciones se hagan públicas.
Especialmente cuando la representatividad de la presidenta está limitada internamente (a pesar de sus intactas capacidades constitucionales) y el contexto externo se degrada en términos sistémicos, pugnas entre polos establecidos y emergentes y variaciones geopolíticas vinculadas a dinámicas de la fragmentación.
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En este marco las agendas de trabajo con grandes potencias deben ser sopesadas para que los requerimientos de corto plazo (las necesidades de inversión, mayor comercio y cooperación multisectorial) no devengan en alineamientos inapropiados confundidos con inocua y nueva inserción.
En la intensificada relación con China esa confusión es un riesgo de varias dimensiones. La primera es la geopolítica cuyo centro es el dominio portuario. Si bien los puertos de Chancay y San Juan de Marcona generan grandes expectativas de conectividad externa y de mejora infraestructural local, esos beneficios están vinculados al control chino de las puertas de salida de nuestras exportaciones (esencialmente mineras), las de destino (el mercado chino) y, probablemente, las rutas influidas por empresas estatales chinas. Lo sensato, entonces, es disminuir ese riesgo con el concurso de otros inversionistas en esos puertos (como ocurre en el Callao), el financiamiento multilateral de la infraestructura complementaria y el mejor control del dominio marítimo.
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Pero el entusiasmo por la inauguración del puerto de Chancay por el presidente chino en noviembre no permite, en apariencia, considerar esa diversificación. Y la Cancillería no de señales de lo contrario.
Quizás, entonces, esa preocupación no esté presente en la agenda presidencial ni en los contactos en Pekín con Cosco, Jinzhao y otras megaempresas como Huawei de cuestionada trayectoria en Occidente.
De otro lado, si la complejidad de una nueva relación interinstitucional ya ha sido discutida al más alto nivel por el Canciller, el Vicecanciller, la Dirección Económica de Relaciones Exteriores y sus pares chinos, habiendo tenido autoridad para rubricarla, no es claro por qué esta requiera de la presencia de la presidenta para confirmarla.
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Salvo que la “modernización” del TLC con China, la normativa de inversión y los marcos de cooperación multisectorial se entienda como una suerte de “relación especial”.
Esperamos que ella no evolucione a un alineamiento estratégico en momentos de gran desorden internacional y debilitamiento occidental. Ciertamente el Perú requiere una vigorosa relación con China. Lo que no requiere es privilegiar la relación con esa potencia que acaba de acordar con Rusia un “nuevo modelo” de interrelación sistémica subordinando nuestra disminuida vinculación con Occidente y nuestro arraigo histórico y geopolítico.
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