A los políticos siempre les ha fascinado el sector manufacturero, pero su deseo de fabricar cosas casi nunca ha sido tan ardiente como ahora. En Occidente, en este momento distribuyen enormes subsidios entre los fabricantes, en especial los de chips y aquellos dedicados a tecnologías verdes, como las baterías.
Argumentan que su objetivo es combatir el cambio climático, mejorar la seguridad nacional y ponerle remedio a cuatro décadas de globalización en las que padecieron los trabajadores y se ralentizó el crecimiento. En los países emergentes, los gobiernos esperan que los subsidios les permitan posicionarse en las cadenas de suministro ahora que las empresas de Occidente atraviesan una inquietante época de retiro de la producción de China.
Se han canalizado vastos recursos a este objetivo… y van en aumento. Desde que se aprobó la legislación que los consigna, se calcula que el costo a diez años de los subsidios ecológicos de Estados Unidos ha aumentado por lo menos dos terceras partes y es probable que supere el billón de dólares. Además, el gobierno de Biden amplió las instancias en que es posible recibir subsidios por la fabricación de chips. En junio, Alemania incrementó el financiamiento otorgado a Intel para construir una planta de producción de chips de 6,800 millones de euros (US$ 7,600 millones) a 9,900 millones de euros.
El gobierno central de la India subsidia una fábrica Micron en Guyarat para “ensamblar y probar” chips, a la que ha destinado una cantidad equivalente a una cuarta parte de su presupuesto anual para educación superior. La meta final del Partido Laborista de la oposición en el Reino Unido es asignar 28,000 millones de libras (US$ 36,000 millones) al año a subvenciones de carácter ecológico que, como proporción del PBI, serían casi diez veces más altas que las de Estados Unidos.
Estamos en plena carrera armamentista industrial. A Estados Unidos le parece bien, pues, en su opinión, el mundo necesita tecnologías verdes y un abasto diversificado de chips. Es cierto que lo lógico es que un océano de recursos públicos acelere la transición verde y transforme las cadenas de suministro y, en consecuencia, aumente la seguridad de las democracias.
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Por desgracia, los beneficios económicos prometidos son solo una ilusión. Lo más probable es que los gobiernos que buscan ayudar a sus economías con subsidios y medidas de protección para el sector manufacturero terminen por dañarlas.
En condiciones ideales, promover la manufactura puede beneficiar la innovación y el crecimiento. Hacia finales del siglo XX, Corea del Sur y Taiwán alcanzaron el nivel de Occidente gracias a la minuciosa promoción de las exportaciones manufactureras. En industrias como la fabricación de aeronaves, los enormes costos iniciales y la incertidumbre de la demanda a futuro pueden justificar que se les dé apoyo a las empresas nuevas, como ocurrió cuando Europa apoyó a Airbus en los años setenta. De manera parecida, la ayuda dirigida puede mejorar la seguridad nacional.
Pero lo cierto es que lo más probable es que los esquemas aplicados en la actualidad fracasen o tengan un elevado costo innecesario. El objetivo de los países que otorgan subsidios para la fabricación de chips y baterías no es alcanzar cierto nivel de crecimiento, sino competir por tecnología de punta. Es poco probable que el mercado para los vehículos eléctricos y las baterías se convierta en un duopolio al estilo de Airbus-Boeing.
En los años ochenta, a los proteccionistas les preocupaba que Japón llegara a dominar la industria de los semiconductores, de vital importancia estratégica, debido al dominio que había logrado en la producción de chips de memoria gracias a varios subsidios. No fue así.
Duplicar la producción reduce la especialización, lo que eleva los costos y afecta el crecimiento económico. Algunos analistas predicen que el precio de un chip producido en Texas será un 30% mayor que el de un chip hecho en Taiwán. El gobierno de Biden, un poco tarde, busca opciones para abrir los subsidios relacionados con vehículos eléctricos a fabricantes de autos de países con los que tiene buenas relaciones.
El problema es que la mayoría de los requisitos de “comprar artículos estadounidenses” están consignados en leyes que quizá sea imposible modificar. Encima, se están copiando. Hace diez años, se aplicaban alrededor de 9,000 medidas proteccionistas en todo el mundo, según estimaciones de la organización de beneficencia Global Trade Alert. En la actualidad, se aplican alrededor de 35,000.
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Los dirigentes europeos están convencidos de que deben alcanzar el mismo nivel que Estados Unidos o, de lo contrario, quedarán en una desindustrialización catastrófica. Han olvidado la lógica de la ventaja comparativa, que garantiza que los países siempre tendrán algo que exportar, independientemente de cuántos cheques firmen los gobiernos extranjeros o cuán productivos lleguen a ser sus socios comerciales.
Aunque Dinamarca no cuenta con una industria automotriz ‘per se’, el PBI por persona es un 11% más alto que en Alemania. Incluso las prestaciones que reciben los trabajadores son exageradas, pues los empleos del sector manufacturero ya no pagan una prima adicional al trabajo comparable en servicios.
Es muy posible que la obsesión con el sector manufacturero resulte contraproducente. El estado de Nueva York invirtió casi US$ 1,000 millones en la construcción de una fábrica de paneles solares que Tesla renta por 1 dólar al año. La idea era crear un centro manufacturero, pero el proyecto solo ha producido ingresos de 54 centavos por cada dólar gastado; según el Wall Street Journal, el único negocio nuevo en las inmediaciones es una cafetería.
El proyecto de la India para impulsar su industria de teléfonos móviles parece haber atraído sobre todo trabajo de ensamblado de poco valor. La lección de Corea del Sur es que las grandes empresas nacionales deben exponerse a la competencia global, donde es posible que lleguen a fracasar. En la actualidad, la tentación es protegerlas a toda costa.
Estados Unidos afirma que desea un “patio trasero pequeño y una barda alta”. En el caso de la seguridad nacional, en particular, vale la pena pagar para tener acceso a tecnologías vitales. Sin embargo, si los legisladores no tienen una idea clara de los peligros que involucran los subsidios, el patio amurallado solo se irá haciendo más grande.
Por más que ahora se otorguen esas ayudas con buenas intenciones, es probable que los programas sucesores no estén tan centrados y generen más cabildeo. No está mal que los gobiernos quieran alcanzar metas como buenos empleos, la transición verde o la seguridad nacional. Pero si caen en el engaño del sector manufacturero, dejarán a sus países en peores condiciones.
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