“Brasil ha vuelto”, declaró Luiz Inácio Lula da Silva la noche del 30 de octubre. “Brasil es demasiado grande para ser relegado al triste papel de paria del mundo”. Con ello, el ex y futuro presidente evocó la diplomacia activista global que practicó cuando estuvo al mando del país (2003-2010). Muchos esperan una repetición, pero desde que Lula dejó el cargo, el mundo ha cambiado y Brasil también ha cambiado.
Con Jair Bolsonaro, Brasil se refugió en su caparazón. Sus amistades foráneas estuvieron limitadas a Donald Trump, Israel y los regímenes nacional-populistas de Hungría y Polonia, aunque también visitó a Vladimir Putin justo antes de la invasión de Rusia a Ucrania. Asimismo, puso a embajadores sénior a sellar pasaportes como cónsules o en puestos de segundo nivel.
Su primer ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araújo, un ideólogo amateur, se hizo eco de las críticas de Trump a China, que es el principal socio comercial de Brasil. Esa postura indujo al Senado a forzar su remoción. En tanto, el entusiasta asalto de Bolsonaro a la selva amazónica en nombre del desarrollo y la soberanía empañó la reputación de Brasil como ciudadano global responsable.
La política exterior de Lula fue muy diferente. Su piedra angular fue la búsqueda de un mundo “multipolar” en una época en que Estados Unidos era hegemónico. Sus principales instrumentos fueron el grupo conformado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica (BRICS) e iniciativas en América Latina y África, incluyendo el bloque comercial Mercosur, con Argentina, Paraguay y Uruguay.
“En ese entonces, la multipolaridad parecía razonablemente fácil de alcanzar de manera bastante favorable”, sostiene Celso Amorim, quien fue ministro de Relaciones Exteriores de Lula y hoy es su asesor jefe de política exterior. “Actualmente, la situación es mucho más difusa”. En un mundo de confrontación geopolítica y guerra en Europa, el tradicional equilibrio de Brasil entre Occidente y Oriente, Sur y Norte, se ha tornado más difícil.
Los BRIC siguen siendo relevantes en términos económicos, señala Amorim, y le gustaría que Argentina se sume, para balancear la presencia de China y Rusia. Este país es uno de los pocos asuntos en los que Lula y Bolsonaro están de acuerdo. Brasil condena la invasión, pero al igual que muchos otros países en vías de desarrollo, no romperá relaciones con Rusia. Aunque Lula será amistoso con China, a su equipo le preocupa que el comercio bilateral haya perjudicado a la industria brasileña.
Otro viraje es que, ahora, el cambio climático es un grave problema global. El tema se ajusta a una de las fortalezas de Lula, quien ha prometido combatir la deforestación, lo que será celebrado por el Gobierno de Joe Biden y la Unión Europea. Quizás el nuevo Gobierno intente reactivar el Pacto Amazónico de 1978, que vincula a Brasil y otros siete países que comparten la selva.
La deforestación fue un pretexto para que la UE se rehusara a ratificar un acuerdo comercial con Mercosur, cuyas negociaciones tomaron 20 años y culminaron el 2019. Lula podría retomar el asunto, aunque quiere que se hagan ajustes, lo que no será bien recibido en Bruselas. Y Mercosur está más débil que antes; el Gobierno de centroderecha de Uruguay está crecientemente siguiendo su propio camino comercial.
Con la victoria de Lula, gobiernos de izquierda están al mando en todos los países grandes de América Latina. Si bien existen muchas diferencias entre ellos, hay un sentido de solidaridad. Todos ven a Lula como el estadista venerado que revivirá las moribundas tertulias regionales y tratará de intermediar un acuerdo entre el Gobierno de Venezuela y su oposición antes de las elecciones del 2024. Lo que quiere el autócrata venezolano, Nicolás Maduro, es un alivio de las sanciones impuestas por Estados Unidos. Así que Brasil tendrá que trabajar estrechamente con la gente de Biden.
En este tema y en acción climática, hay espacio para cooperar entre los dos países, pero también habrá fricciones. El Brasil de Lula no dividirá el mundo –o América Latina– entre democracias y dictaduras, y es rival de Estados Unidos en el continente. “Brasil es suficientemente grande para afirmar que tenemos que ser independientes y no parte de un patio”, subraya Amorim.
Brasil pudo jugar un importante papel internacional en los dos gobiernos previos de Lula, en parte porque tuvo estabilidad interna, señala Oliver Stuenkel, de la universidad Fundação Getulio Vargas. También tenía dinero: la política latinoamericana de Lula estaba respaldada por créditos baratos de su Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social, buena parte de los cuales estaban ligados a corruptos contratos de construcción.
Todo esto desapareció en los últimos diez años. Lula encabezará un Gobierno débil que enfrentará dificultades fiscales en un país profundamente dividido. Y es probable que eso limite cuánta energía y capital político dedique a la política exterior. Brasil estará de vuelta, pero posiblemente con un perfil distinto.