El asesinato del presidente de Haití, Jovenal Moïse, presuntamente a manos de un grupo de colombianos y haitianos-estadounidenses, vuelve a dejar al desventurado país en la inestabilidad.
Dos primeros ministros diferentes reclaman el poder; la primera dama se recupera de heridas de bala en un hospital de Miami; y el destacamento de seguridad de Moïse está bajo investigación por presuntamente no haber hecho nada por defenderlo. Por las calles deambulan pandillas armadas mientras el orden civil, que nunca ha sido sólido en Haití, se desintegra a un acelerado ritmo.
¿Cuál es la perspectiva para el país más pobre del hemisferio y cuál es el papel de Estados Unidos en ayudarlo a ordenar el caos?
Cuando yo era comandante del Comando Sur de EE.UU. a fines de la década del 2000, viajaba a Haití con frecuencia. Si bien las condiciones nunca fueron auspiciosas, había al menos una apariencia de civilización, en su mayoría creada por fuerzas de paz de las Naciones Unidas encabezadas por Brasil con tropas de varias naciones, principalmente de América. La misión se prolongó durante más de una década antes de concluir en el 2017.
Si bien EE.UU. probablemente corría el mayor riesgo con una alteración del orden en Haití (en particular, de una posible ola de refugiados, como ocurrió en la década de 1990), no tenía tropas asignadas a la misión de la ONU. Dados los compromisos de EE.UU. en Irak y Afganistán, Washington debía depender de que esas otras naciones estabilizaran a Haití.
Cada vez que viajaba a la capital, Puerto Príncipe, me llamaba la atención la calidez del pueblo haitiano, las sonrisas de los pequeños niños con sus coloridas ropas y el elegante francés que hablan los líderes nacionales en palacios que se caen a pedazos en el centro de la ciudad.
Me reuniría con el general brasileño que comandaba la misión de la ONU para escuchar su evaluación, que siempre era más o menos la misma: “Almirante, la situación es estable, a duras penas. Pero el panorama económico es terrible, las pandillas y los narcóticos están latentes y, tarde o temprano, la situación colapsará”.
Yo regresaba a mi base en Miami y hacía que el equipo de operaciones revisara y ajustara los amplios planes de contingencia que mantuvimos para hacer frente a una ola de refugiados, que incluían interceptar balsas en el mar y regresarlas a Haití o, en el peor de los casos, hacerlos desembarcar en una instalación para refugiados en la bahía de Guantánamo, Cuba. Era una preocupación constante, y cuando dejé el mando para ir a Europa, en 2009, sentía pesimismo sobre el futuro.
Pero de alguna manera Haití se ha mantenido íntegro, sorteando brotes de varios patógenos (particularmente el cólera, vinculado a la falta de agua potable segura y posiblemente a la mala gestión por parte de las fuerzas de paz); terremotos, como el desastre del 2010 que arrasó gran parte de la capital; fuertes huracanes estacionales y niveles cada vez mayores de narcotráfico.
La pregunta es si Haití puede mantener la calma mientras teorías de conspiración y la lucha por el poder magnifican el efecto del asesinato presidencial. Por primera vez en una tortuosa década, los líderes haitianos están pidiendo una intervención estadounidense, una singular solicitud dada la negativa historia de las diversas incursiones del Ejército de EE.UU. en el país durante los últimos dos siglos. (Una buena parte del pueblo haitiano está receloso de pedir ayuda a Washington).
EE.UU. envió a un pequeño equipo de investigadores para ayudar a ahondar en el asesinato, pero no debería involucrarse demasiado de manera unilateral, a pesar de los peligros de un colapso total y una crisis de refugiados concomitante.
Los potenciales costos de una misión son altos. Activaría las habituales alarmas en América Latina y el Caribe, y con justa razón dado el historial de intervenciones militares de EE.UU. Requeriría un costoso despliegue de tropas en el extranjero justo cuando la Administración del presidente Joe Biden intenta poner fin a las llamadas guerras eternas en el Medio Oriente. Y sería una difícil y arriesgada misión con indicadores y resultados inciertos, al igual que en Afganistán.
La mejor estrategia, sin duda, es civil y multilateral. En el aspecto civil, Washington puede enviar un equipo operativo interinstitucional con una importante representación de los departamentos de Seguridad Nacional y Justicia, el Buró Federal de Investigaciones, la Administración de Control de Drogas, la Oficina de Asuntos Internacionales contra el Narcotráfico y Aplicación de la Ley del Departamento de Estado, la Guardia Costera y otras agencias que pueden aprovechar las lecciones de compromisos anteriores en Haití y en Colombia en el apogeo de sus problemas de insurgencia y narcotráfico.
Pero la parte militar de dicha misión debería provenir de la ONU, con un énfasis en las naciones más grandes de la región que formaron parte del esfuerzo de paz anterior: Brasil, Argentina y Chile. Idealmente, estaría bajo el amparo de la Organización de Estados Americanos, que atraería a otros actores. Canadá también tiene gran experticia en operaciones de paz.
Obviamente, será un difícil trabajo reunir una misión dados los efectos internacionales del COVID-19, especialmente la propagación de la variante delta. Los casos en Haití, que se salvó al principio de la pandemia, se han disparado y es la única nación de América que aún no ha lanzado un programa de vacunación. Tanto Brasil como Chile se encuentran en algún nivel de desafío interno: Brasil, con la peor crisis por el covid en el hemisferio, y Chile, con la inminente reescritura de su constitución.
EE.UU. podría ofrecer apoyo financiero a dicha misión y respaldo logístico del Comando Sur del país y su componente de apoyo, el Ejército Sur de EE.UU. El país podría potencialmente liderar el lado marítimo de tal misión, y el componente terrestre podría estar encabezado por un general regional, probablemente de Brasil.
Como siempre en Haití, la combinación de un mal liderazgo y la mala suerte conspiran para crear condiciones aparentemente imposibles de sortear. La pobreza, las enfermedades y los desastres naturales siguen asolando a una nación que merece un descanso. Se requerirá un esfuerzo conjunto de todo el hemisferio para ayudar a mantener íntegro a Haití y evitar una ola de refugiados.
EE.UU. deberá ejercer liderazgo, pero debe pedir a otros que actúen de manera colectiva en términos de ejecución en terreno. EE.UU. no necesita otra guerra eterna, esta vez en el Caribe.