Poco después de las dos de la madrugada, el autobús se detuvo en Uspallata, una remota localidad ubicada en lo alto de la cordillera de los Andes. En su interior viajaban 30 argentinos que llevaban gruesos fajos de billetes en sus bolsillos y grandes y voluminosas maletas completamente vacías bajo los pies.
Las maletas se llenarían rápidamente —con computadoras portátiles, jeans, ropa interior, toallas, sartenes, tenedores, cucharas, cuchillos, todo lo que se pueda sacar de las estanterías de las tiendas— en cuanto los agentes fronterizos abrieran el paso nevado que conecta el oeste de Argentina con Chile. Pero eso no ocurriría hasta dentro de unas horas. Así que, a los 30 argentinos no les quedó más que esperar junto a una gasolinera, en la gélida oscuridad que precede al amanecer, la autorización que les permitiría empezar a comprar.
“Estoy ansiosa por ir a las tiendas”. Era María Laura Bustos, una de las primeras en bajarse del autobús cuando por fin llegó a Santiago 11 horas después. Viajaba con su hija, US$ 1,100 y una lista de cosas tan larga que sabía que no tenía ninguna posibilidad de comprar todo en las 23 horas que le quedaban antes de que el autobús volviera a Argentina.
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Para miles de argentinos, Chile se ha convertido en el nuevo centro comercial obligado. Cruzan la frontera en cantidades sin precedentes para comprar a toda velocidad, poniendo, en el proceso, de relieve un hecho alarmante para el presidente Javier Milei y sus asesores en Buenos Aires. “El peso”, señala Fernando Losada, director gerente de Oppenheimer & Co, “está sobrevalorado”.
Está tan apreciado frente a otras monedas, una vez descontada la inflación, que está erosionando los flujos de comercio e inversión y presionando a Milei para que devalúe el tipo de cambio por segunda vez desde que asumió el cargo en diciembre. Para él, la idea es inaceptable. La promesa central de su campaña fue acabar con la inflación galopante, una maldición que azota a Argentina desde hace mucho tiempo, y una devaluación volvería a disparar los precios y anularía gran parte de los tibios logros de su Administración.
A primera vista, por supuesto, es difícil concebir el peso como una moneda fuerte. Se debilita un 2% cada mes frente al dólar en el mercado oficial —un descenso gradual cuidadosamente orquestado por los tecnócratas del Gobierno— después de haber perdido más del 50% de su valor cuando Milei lo devaluó en diciembre. En los mercados menos regulados, el peso también ha caído en las últimas semanas.
Su fortaleza, o sobrevaluación como la describen Losada y otros, se deriva del hecho de que la inflación en Argentina, aunque se está desacelerando, sigue siendo alta. Desde la devaluación, los precios al consumidor se han disparado más de un 100%. Y la tasa de inflación mensual sigue siendo superior al 4%, muy por encima del ritmo de caída del peso.
Todo esto hace que los productos importados sean más baratos para los argentinos. A medida que los salarios se equiparan a la inflación, ellos reciben cada vez más dólares para gastar. Pero dado que en el país han existido durante mucho tiempo una serie de aranceles prohibitivos —que llegan al 50% en algunos productos—, la mayoría de los argentinos no compran artículos importados de gran valor en el mercado local.
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Así que en momentos como éste, cuando de repente disponen de un poder adquisitivo extra en dólares, los argentinos se llevan ese dinero a Chile, donde los aranceles son mucho más bajos y el mercado minorista es mucho más competitivo, y compran allí los productos importados.
Uno de los grandes atractivos son los iPhones. También las consolas de videojuegos y las tablets. Los electrónicos en general, la verdad. Para Bustos, la primera prioridad era una laptop. Junto a su hija se desplazaron de prisa a un gran centro comercial de Santiago, donde compraron una Lenovo por el equivalente a US$ 625 (en Argentina, el mismo modelo cuesta más de US$ 1,000).
Una vez en el centro comercial, siguieron acumulando artículos rápidamente en el carro: avena, manteles individuales, toallas de mano, sábanas, pantalones, camisetas, sudaderas.
Gran parte de la ropa provenía de H&M. Los ejecutivos de la cadena de moda rápida están impactados por la cantidad de argentinos que han visto comprando en sus 30 tiendas chilenas este año. Tanto es así que han comenzado a ajustar los horarios del personal —aumentando sus equipos— a los festivos argentinos, en lugar de los chilenos.
José Manuel Castillo, que supervisa las operaciones de H&M en Sudamérica, dice que es fácil distinguir a los argentinos: son los que arrastran maletas vacías por los pasillos. Calcula que este año las ventas a argentinos han aumentado un 200%. “Cada mes vemos un nuevo pico”.
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Castillo ha visto auges similares del consumo transfronterizo en la última década, pero nunca, afirma, uno que despegara tan rápido. Esto coincide con la preocupación expresada por muchos economistas. Por supuesto, el peso argentino ha estado fuerte antes y los compradores argentinos han llegado en masa a Chile —y también a Uruguay, Brasil e incluso Estados Unidos—, pero es la magnitud y la velocidad de la oscilación del tipo de cambio lo que ahora es alarmante para ellos.
“La apreciación en el tipo de cambio real fue mucho más rápida que en períodos anteriores”, afirma Alberto Ades, director de NWI Management, una empresa de asesoría de inversiones con sede en Nueva York.
Ades reconoce que el peso ha estado, según algunas medidas, más apreciado en otras ocasiones de lo que está ahora.
El problema, afirma, es que la economía argentina hoy es mucho menos robusta y resiliente que en décadas anteriores. La productividad de los trabajadores es menor y, lo que es más importante, también lo son las reservas de divisas del país. (El plan de Milei para reponer las reservas se ha estancado en parte por el aumento del gasto en importaciones). “Por lo tanto, el tipo de cambio real de equilibrio debería ser más apreciado que en el pasado”, dice Ades.
Milei y su vocero no respondieron a solicitudes de comentarios. Sin embargo, tanto él como sus principales asesores han dicho reiterado en público que no ven la necesidad de devaluar el peso.
En el lado chileno de la frontera, la estrecha carretera serpentea rápidamente a través de las montañas. Bajando unos 2,500 metros —en solo dos horas— se llega a Los Andes, la primera ciudad importante camino a Santiago. Aquí, Jonathan Santibáñez disfruta del auge de su negocio.
Santibáñez tiene un taller especializado en cambio de neumáticos. Normalmente, dice, dos tercios de sus clientes son chilenos. Pero este año hay días en que la gran mayoría de los autos que hacen cola frente a su tienda —alrededor del 80%— tienen matrícula argentina. Es un viaje angustioso solo para cambiar una rueda. Pero Santibáñez cobra un 33% menos que los talleres de Mendoza, Argentina. Un juego nuevo de neumáticos Dunlop para un Peugeot sedán, por ejemplo, cuesta unos US$ 430 en su taller. En Mendoza, superaría los US$ 600.
La mayoría de los argentinos que viajan a Chile en vehículo o autobús provienen de Mendoza. Es la ciudad más cercana a la frontera.
El número de viajeros que cruzan a Chile a través de ese paso se disparó más de un 100% en marzo, abril y mayo, hasta los 225.000, antes de que las tormentas de nieve lo cerraran durante semanas en junio. Los operadores turísticos de autobuses se apresuran a aumentar los viajes. Y están apareciendo agencias de viajes que ofrecen paquetes a los compradores. El tour de una noche, el que eligió Bustos, es el más popular.
Bustos dice que volverá pronto para comprar los artículos que no tuvo tiempo de llevarse: un taladro eléctrico Dewalt para su marido, pantalones de jogging Nike para su hijo, zapatillas deportivas Adidas Samba para su hija.
Gabriela Funes también planea su segundo viaje. Gastó rápidamente los US$ 600 que llevó este mes. “Me gasté hasta el último centavo”. La próxima vez, dice, hará el viaje en su auto. Quiere tener más espacio para los artículos más voluminosos y, además, señala, también comprará artículos alimenticios en Chile. Llenará el baúl de latas de atún, mejillones, barras de chocolate, yogures, de todo menos leche y huevos.
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