Mac Margolis
Hace cinco años, un pato inflable gigante se alzaba sobre las calles y plazas públicas de las ciudades más grandes de Brasil. Amarillo y protuberante, el enorme juguete de bañera y su eslogan “No voy a pagar más el pato”, se convirtió en el símbolo y el lema para una comunidad empresarial harta de la ineptitud del Gobierno, la malversación pública y los políticos que buscan obtener dividendos (algunos de los cuales, sin duda, estaban en los bolsillos de los ejecutivos). Fue una declaración inusualmente política de un grupo reservado que ya se había hastiado de la política habitual. Seis meses y un tsunami de protestas callejeras más tarde, la presidenta Dilma Rousseff se fue, acusada por contabilidad creativa, despejando el camino para la irrupción de Jair Bolsonaro.
¿Regresará el pato de goma? Es complicado.
Sí, Bolsonaro está tropezando, el estado de ánimo nacional se ha enrarecido y los miembros del sector empresarial del país nuevamente están tomando partido sobre el mal gobierno y sus tragedias concomitantes. La semana pasada, 500 de ellos firmaron una carta abierta en la que pedían medidas drásticas para detener la pandemia de COVID-19 medio de una virulenta segunda ola que ha golpeado la economía y llevado al colapso al sistema de salud pública. El 23 de marzo, Brasil registró 3,158 muertes por SARS-CoV-2, casi un tercio del total mundial de fallecimientos por la pandemia en las 24 horas previas. Si bien el pato amarillo aún no ha regresado, la alarma pública ya ha alcanzado su máxima expresión. De ahí la sinfonía de cacerolazos en 16 ciudades que acompañó el martes a la transmisión nacional de Bolsonaro.
No espere que la sala de juntas dirija una reacción de termidor en Brasil. En una tierra donde el capitalismo suscita ambivalencia o algo peor, los altos ejecutivos saben que corren el riesgo de resultados políticos adversos si dicen lo que piensan. Sin embargo, es mejor que lo hagan. “La democracia se fortalece cuando todos los sectores de la sociedad tienen una voz política”, dijo el politólogo Felipe Nunes, director de la compañía de encuestas Quaest. “Durante demasiado tiempo, la clase ejecutiva ha tenido un papel secundario, simplemente financiando la política, a menudo desde las sombras. Necesitan exponer su agenda a plena vista”.
Los ejecutivos de la nación, después de todo, eran parte del grupo de descontentos que pusieron a Bolsonaro en el cargo en 2019. Pocos estaban enamorados del discurso del charlatán: belicoso e impulsivo, Bolsonaro era un riesgo. Pero la mayoría no vio otra manera de deshacerse de años de una economía jerarquizada y de la corrupción y el amiguismo que engendró. Entonces, con la protección del zar económico formado en la Universidad de Chicago, Paulo Guedes, pusieron su confianza en la disrupción capitalista. A cambio, obtuvieron un populismo quijotesco y agitación.
Se proyecta que la economía de Brasil crecerá 3.6% este año, más lentamente que sus pares del hemisferio. La inflación ha regresado, impulsada por la creciente deuda pública. Incluso una segunda dosis de efectivo de emergencia para los más vulnerables significará poco más que cuidados paliativos a menos que se contenga el brote. Y, sin embargo, la implacable lentitud de la aplicación de la vacuna —Brasil ocupa el puesto número 60 en dosis por cada 100 habitantes— amenaza con empeorar la que podría ser la curva de mortalidad por la pandemia más pronunciada del mundo y sus efectos devastadores para el empleo, las ventas, las escuelas y la atención médica.
“No sé si estamos en un punto de inflexión, pero siento que el apoyo de las clases empresariales ha estado desapareciendo, debido a los riesgos económicos, el impacto en la calidad de la democracia y los riesgos sanitarios y ambientales”, me dijo el expresidente del banco central de Brasil Arminio Fraga, uno de los signatarios de la carta abierta.
La torpe gestión de Bolsonaro —que ha pasado por cuatro ministros de Salud en un año, que apeló ante la Corte Suprema los bloqueos estatales y locales y que reemplazó al respetado director ejecutivo de la petrolera estatal Petrobras por un militar sin experiencia en petróleo y gas— ha tenido mala llegada en la avenida Brigadeiro Faria Lima, el sector financiero de São Paulo. “No conozco a nadie en mi círculo de conocidos que aún se identifique como bolsonarista”, dijo el exministro de Hacienda Mailson da Nobrega, socio de la consultora de São Paulo Tendencias, quien también firmó la carta abierta. “Todos están decepcionados”. Sin embargo, no todos los ejecutivos están igualmente molestos.
Sergio Lazzarini, académico de cultura corporativa en la escuela de negocios Insper de São Paulo, divide el apoyo del sector privado de Bolsonaro en tres grandes grupos: los fanáticos leales, los silenciosamente desconcertados y los contrarios liberales cada vez más horrorizados ante el provocador presidente. Lo que mantiene a muchos ejecutivos en línea, argumenta Lazzarini, es el papel de las tentaciones oficiales (exenciones de impuestos, préstamos blandos, subsidios) que el capitalismo clientelista brasileño les otorga. La cohorte a observar es el grupo del medio, para el que los peligros comienzan a superar las ventajas. “La clase empresarial de Brasil ha seguido durante mucho tiempo una estrategia de adaptación estratégica”, dijo Lazzarini. “No toman la iniciativa, sino que atienden sus propios intereses y cambian con el viento”.
El cambio puede estar en marcha. La reprobación pública a la profundización de la emergencia de salud ha llevado a gobernadores enojados e incluso a legisladores confiables a criticar duramente a Bolsonaro, quien sonó casi arrepentido al hablar el miércoles con los periodistas. Sin embargo, hay más que aversión a Bolsonaro en juego. No es una coincidencia que la élite ejecutiva presione justo cuando el principal ícono político de izquierda del país, Luiz Inácio Lula da Silva, ha renacido como figura pública. El resurgimiento de Lula se debe a las acrobacias jurisprudenciales en el tribunal más alto del país: a principios de marzo, un juez de la Corte Suprema anuló las condenas de corrupción contra el líder del Partido de los Trabajadores (por considerar que fue juzgado por el tribunal equivocado), por lo que lo autorizó a postularse para un cargo público. Luego, el 23 de marzo, un panel de cinco jueces de los tribunales superiores desestimó la sentencia de corrupción y lavado de dinero en el expediente de antecedentes de Lula con el argumento de que su juicio fue contaminado por un juez parcial del tribunal inferior, echando efectivamente por tierra el centro de los siete años de historia de la investigación de corrupción política de Brasil por el caso Lava Jato.
Más que una bofetada a Bolsonaro, la carta abierta de la clase ejecutiva fue una advertencia sobre los peligros de que Brasil regrese a un juego paralizante de suma cero entre dos representantes rivales del populismo. “El mensaje de los ejecutivos fue que, si no se hace nada para detener el desastre, Brasil corre el riesgo de regresar a un punto muerto polarizador y entregar al país en una bandeja al Partido de los Trabajadores”, dijo Paulo Bilyk, director ejecutivo de la gestora de activos Río Bravo.
La percepción de los altos ejecutivos es difícil ignorar: un país esclavo de la política colérica es malo para los negocios, malo para la civilidad y, en última instancia, malo para Brasil. Si los magnates se salieran con la suya, ni Bolsonaro ni Lula prevalecerían. “Quieren una tercera vía”, dijo Nunes. “Pero en una sociedad impulsada por WhatsApp y Twitter, es difícil imaginar un centro político próspero”. Los brasileños aparentemente están de acuerdo. Ninguno de los políticos de centro registra más de un solo dígito en las preferencias para la carrera presidencial del próximo año. Justo cuando la clase ejecutiva del país ha encontrado su voz, los pleitos pueden dejarla hablando sola.