Por Shannon K O'Neil
El presidente Donald Trump pasó por encima de sus asesores la semana pasada para anunciar aranceles a México por no detener a los inmigrantes en la frontera. Ante los efectos colaterales continuos de la investigación del abogado especial Robert Mueller y el prospecto de las elecciones del 2020, parece que la apuesta de Trump nuevamente es alarmar por la frontera y satanizar el comercio y a México para reunir a su base política.
Su última jugada arancelaria abusa de la Ley de poderes económicos de emergencia internacional, socava los acuerdos de libre comercio e impone obligaciones a los consumidores estadounidenses. Pero esa no es la razón por la que sus amenazas no funcionarán. Es porque el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, no puede detener el flujo de personas desde sus vecinos del sur.
La reacción de México a las amenazas de Trump ha sido tranquila hasta ahora. López Obrador envió una carta conciliadora en respuesta. A la vez que declara que no es un cobarde, ha estado en modo "amor y paz", formulando críticas en forma de lecciones de historia que se remontan a Abraham Lincoln. Su secretario de relaciones exteriores, luego de correr hacia Washington, ha estado tuiteando clichés sobre la dignidad y el respeto previo a las sesiones del miércoles con los funcionarios estadounidenses.
Trump no es el único que quiere que el gobierno de López Obrador detenga a los centroamericanos. Los mexicanos mismos están cada vez más cansados e insatisfechos con el creciente número de migrantes desesperados en sus carreteras y sus comunidades. Aunque recibieron las primeras caravanas con sábanas y tacos, su paciencia y sus bolsillos se han desgastado. Y la oposición política permanece en silencio, aún confundida por el golpe electoral del año pasado.
Sin embargo, no hay mucho que López Obrador pueda hacer, especialmente en el corto plazo. Su gobierno ya ha acelerado las deportaciones a más de 50,000 en lo que va de este año; mucho más que las cifras de abril y mayo del 2018 de su antecesor de línea dura. No obstante, las mujeres, los niños y los hombres siguen llegando.
Las burocracias migratorias de México están irremediablemente desbordadas. Su Instituto Nacional de Migración nunca ha sido conocido por su efectividad o su eficiencia, y los erróneos recortes presupuestales de López Obrador han exacerbado sus falencias. Por otra parte, la minúscula Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, que maneja los casos de asilo, no pudo procesar ni siquiera un cuarto de las 30,000 solicitudes que recibió el año pasado.
México puede y debe gastar mucho más para lidiar con estos flujos humanos. Pero Estados Unidos, cuya propia tasa de interceptación fue de 75% en el 2016 (es decir, casi 200,000 entradas ilegales exitosas), le está pidiendo a un país con muchos menos recursos y mucha menos capacidad que enfrente un problema que Estados Unidos admite no puede manejar.
El gobierno de Estados Unidos está presionando a México para que suscriba un acuerdo de tercero seguro a cambio de continuar con el libre comercio (algo que la administración anterior de Enrique Peña Nieto se negó a hacer). Esto designaría a México como un lugar seguro para los migrantes, aunque claramente no lo es. También liberaría a Estados Unidos de cualquier solicitud de asilo por parte de centroamericanos en su frontera sur, obligando a México a lidiar por su cuenta con los cientos de miles de refugiados. Algo que, por supuesto, no puede hacer.
La derivada crisis humanitaria probablemente enviaría la economía mexicana, que ya se encogió en en el primer trimestre del 2019, a una recesión, sino a una crisis absoluta. En ese caso, más inmigrantes se dirigirían a Estados Unidos, a medida que los mexicanos se unen a los forasteros de Centro América.
Un gobierno de Estados Unidos más sensato ayudaría a México, en vez de castigarlo por una crisis al sur. Redoblaría los procesos de ayuda y protección a los inmigrantes, en vez de obligar a un México desesperado a recurrir a la ONU en busca de dinero. Ofrecería zanahorias, en vez de garrotes. Europa proporcionó US$ 1,000 millones a Nigeria para detener a los libios que caminaban por su territorio. Washington podría responder con un apoyo similar.
Una administración estadounidense estratégica se enfocaría en las razones por las que los centroamericanos se van en primer lugar.
Esto implicaría no respaldar a políticos corruptos como el presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández, quien ha sido investigado por la Administración para el Control de Drogas de Estados Unidos por narcotráfico. Implicaría no entorpecer un órgano de lucha contra la corrupción y el delito patrocinado por la ONU y muy efectivo en Centroamérica. Y requeriría expandir los programas de ayuda a la región que combaten la violencia, la pobreza y la falta de oportunidades económicas.
La administración Trump está haciendo exactamente lo contrario.
México espera que esto pase al olvido. La administración de López Obrador capoteó las amenazas de Trump en abril de cerrar la frontera mediante discusiones y promesas de cumplimiento. Si Trump insiste, México también puede responder imponiendo aranceles en represalia a los bienes de Estados Unidos que se dirijan hacia el sur.
Ya lo ha hecho antes, durante un conflicto por los camioneros y en respuesta a los aranceles al acero y al aluminio. Podría imponer casi US$ 20,000 millones en gravámenes desde el inicio, elevándolos cada mes en conjunción con los niveles de Estados Unidos.
Esta retaliación resaltaría la brecha entre la retórica antimexicana de Trump y la interdependencia subyacente entre Estados Unidos y México, con duras consecuencias para el 2020. Muchos de los mayores exportadores a México —Arizona, Míchigan, Illinois— ya son estados indecisos.
Los nuevos aranceles podrían enviar a Texas a la recesión y poner sus 38 votos en el colegio electoral en disputa. En efecto, el comercio podría decidir las próximas elecciones; pero si Trump continúa por el camino por el que va, no será de la manera que él espera.