Por Mac Margolis
La Guerra Fría puede haber terminado hace tres décadas, pero en América Latina la vieja arrogancia se niega a morir. Consideremos la reacción local a las elecciones presidenciales del domingo pasado en Bolivia, en las que los partidarios del candidato del partido socialista, Luis Arce, aplaudieron su victoria como un golpe al neoliberalismo y al fascismo, y como un posible regreso de la marea rosa latinoamericana.
Recuerde esta idea.
Sí, Arce es el abanderado del Movimiento hacia el Socialismo, o MAS, el partido que gobernó Bolivia desde el 2006 hasta fines del 2019. Fue elegido por el expresidente populista Evo Morales, a quien sirvió como ministro de Economía y Finanzas Públicas durante todo ese período, salvo dos años. Sin embargo, no tiene la distinción que da la calle ni la tendenciosidad de su exjefe, quien fue expulsado del poder el año pasado después de su intento por extender su mandato y una elección empañada por irregularidades.
Además, la Bolivia que gobernará Arce está lejos del gigante económico que Morales dirigió durante el auge de los productos básicos. El coronavirus ha golpeado al país. Su economía se contraerá 7.9% este año y se precipita hacia una crisis de balanza de pagos. El déficit fiscal podría ser superior a 12,8% del producto interno bruto (frente a 8.2% de Colombia, 10% de Argentina y 10.4% en promedio para los mercados emergentes). La deuda pública total ascenderá a 74% del producto interno bruto, casi el doble de la cifra (39%) del 2015, informó Economist Intelligence Unit.
Los mercados que Arce navegó durante el auge de los productos básicos, que convirtió a Bolivia en un ejemplo de crecimiento en un continente sin vida, ahora son hostiles. Los bonos de Bolivia se derrumbaron después de las elecciones, cayendo a un mínimo de siete meses, lo que deja de manifiesto el escepticismo de los inversionistas.
Esta no fue una revancha neoliberal, sino un recordatorio sutil de que dirigir un gran Estado sin recursos es un callejón sin salida. El boliviano, la moneda nacional, que no se ha fortalecido desde su máximo artificial de alrededor de 7 por dólar desde el 2011, ha hecho que las importaciones sean irrisoriamente baratas y que las exportaciones no sean competitivas. El precio del gas natural, la exportación distintiva del país, cayó 36% en el 2016 y no se ha recuperado.
Bolivia ha tratado de tapar el agujero con las reservas extranjeras, que se han desplomado año tras año desde el 2014. “Bolivia ya no puede contar con los ingresos del gas natural para equilibrar su déficit fiscal en el mediano plazo”, dijo Rodrigo Riaza, analista de Economist Intelligence Unit. El nuevo Gobierno “tendrá que tomar decisiones de política económica enormemente impopulares en el contexto de un entorno político profundamente polarizado y una economía tambaleante”.
Arce, intelectual de clase media de La Paz y licenciado de la Universidad de Warwick, es mejor conocido por citar encomios marxistas que por seguirlos. Hizo carrera en el Banco Central de Bolivia, sirviendo a Gobiernos de centroderecha para los cuales la parsimonia fiscal, el libre comercio y la empresa privada eran un evangelio. Fue un complemento importante, si no siempre efectivo, para la incontinencia fiscal de Morales.
Esa experiencia será útil, dado que Bolivia ya no puede confiar en el mercado del vendedor de antaño o en el apetito de los inversionistas de frontera. Argentina y Brasil, que alguna vez fueron clientes cautivos del gas natural de Bolivia, han reducido las importaciones debido a la recesión y también a que han aumentado su propia producción.
Pero si Arce tiene las habilidades políticas para gobernar efectivamente es otro asunto. Aunque se espera que el MAS y sus aliados dominen el Congreso (las papeletas aún se están contando), es poco probable que la Administración de Arce obtenga la mayoría necesaria para enmendar la constitución o nombrar jueces de la Corte Suprema, dos de los recursos favoritos de Morales. Un Gobierno acostumbrado a establecer los términos del debate político tendrá que buscar el consenso.
La conciliación puede ser necesaria, pero está lejos de estar garantizada. Los bolivianos están divididos por importantes grietas ideológicas y étnicas: aquellos leales a Morales consideran que su caída se debió a un golpe de Estado; sus enemigos lo ven como karma. El partido gobernante en sí es un poncho que cubre una variedad de tendencias ideológicas, siendo las más estridentes las que emanan de los seguidores de Morales. ¿Arce tomará el rumbo del hombre fuerte marginado o seguirá el camino de Lenín Moreno, líder ecuatoriano moderado que sucedió al líder supremo de la marea rosa, Rafael Correa, solo para volverse en su contra una vez elegido? ¿O su trayectoria reflejará la de Alberto Fernández, quien se asoció con la determinada expresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner y ha luchado por tener influencia desde entonces?
De manera alentadora, la elección que muchos temían que repitiera la explosión de acrimonia y violencia del año pasado fue admirablemente civilizada, y los contendientes y la presidenta interina, Jeanine Áñez, reconocieron rápidamente la victoria de Arce. Su fuerte actuación en ciudades clave —superando la campaña de Morales del 2019 en La Paz, Oruro y Cochabamba— también indicó que tiene seguidores propios. Y Arce, aparentemente, recibió el memorando sobre conciliación: ha hecho un llamado a “un Gobierno de unidad nacional”.
Si sus compatriotas polarizados atienden ese llamado, el país podría no convertirse en el referente del resurgimiento de la marea rosa latinoamericana como para ser un relato de advertencia sobre la democracia empobrecida. Las restricciones económicas podrían evitar que el nuevo Gobierno de La Paz caiga en las madrigueras de la ambición y la aventura política de la década pasada. Un poco menos de arrogancia y más realismo fiscal podría tener un largo camino por recorrer en Bolivia y más allá.