Como los pingüinos y el casquete de hielo derritiéndose, el hábitat natural de los inversionistas está cambiando. Típicamente, la inflación es mala noticia para los activos convencionales como bonos y acciones, porque reduce el valor presente de cupones y ganancias futuras. Pero luego de una década de crecimiento desacelerado e inflación perezosa, es allí donde han aparcado buena parte de sus millones.
Pero ahora que los precios suben incómodamente rápido en casi todo el mundo, están bregando para proteger sus portafolios del cambiante clima económico. Una creciente cohorte está poniendo su fe en activos “reales” -inmuebles, infraestructura y tierras agrícolas-. ¿Podrán ser un refugio para estos tiempos? Los inversionistas tienen buenos motivos para considerarse a salvo.
La inflación suele coincidir con alzas en los precios de esos activos y una expansión económica tiende a impulsar tanto subidas de precios al consumidor como la demanda por superficie e infraestructura de transporte o energía. También generan flujos de efectivo que usualmente siguen la trayectoria de la inflación. Muchos alquileres de inmuebles son ajustados anualmente en función de índices de precios y algunos -como hoteles o almacenes- con mayor frecuencia.
Típicamente, los flujos de ingresos de activos de infraestructura también están vinculados a la inflación, vía regulación o contratos de concesión a largo plazo. Por su parte, los crecientes costos de mantenimiento o energía asociados a esos activos suelen trasladarse a arrendatarios (para inmuebles) o fijados por largos periodos (para infraestructura). Y el pago de la deuda que contraen -a menudo a tasas fijas y en copiosos montos- se abarata.
Como resultado, a los activos reales les ha ido bien durante periodos inflacionarios. Según un reciente reporte de la administradora de activos BlackRock, los retornos totales de inmuebles e infraestructura privados a nivel global superan a los principales índices de acciones y bonos cuando la inflación excede 2.5%.
David Lebovitz, director ejecutivo de JPMorgan Asset Management, estima que una típica administradora de pensiones debería comenzar asignando entre 5% y 10% de su fondo a activos reales, y elevar la participación a entre 15% y 20% con el tiempo. Algunos grandes fondos son más audaces: Ontario Teachers’ Pension Plan, que maneja US$ 182,000 millones, quiere elevar su asignación de 21% a 30%.
Podría sonar muy seductor, pero hay que ser cauteloso. Para empezar, el desempeño se ha vuelto más difícil de predecir, caso del espacio para comercio minorista y edificios de oficinas (bajo amenaza del e-commerce y el teletrabajo, respectivamente), aeropuertos y generadoras de electricidad (expuestas a la descarbonización) y hasta las tierras agrícolas (vulnerables al cambio climático). Esta clase de activos podría requerir de mayor apetito por el riesgo y más trabajo previo de lo que sus promotores están acostumbrados.
Otra dificultad es que los activos reales son de difícil accesibilidad. Es común que sean privados, de modo que solo los inversionistas más sofisticados poseen los recursos y paciencia para hallar gemas. El resto podría obtener exposición en mercados abiertos, a través de fideicomisos de inversión inmobiliaria, acciones de infraestructura o fondos cotizados, aunque tienden a estar estrechamente correlacionados con activos de renta variable, lo que echa por tierra el propósito de invertir en ellos.
Los inversionistas institucionales también tienen acceso a fondos privados, pero estos tienden a movilizar capital con lentitud y sus administradoras cobran altas comisiones. En cualquier caso, los activos reales no pueden aislar un portafolio completo frente a la inflación. Su cualidad es que preservan su valor cuando la inflación es elevada.
Para proteger todo su capital, los inversionistas deben buscar activos que no solo lo mantengan a flote sino que también ganen valor durante brotes inflacionarios con mayor rapidez de lo que sus otras tenencias se deprecien. Y no hay mucho consenso sobre cuáles son. Oro, commodities, bonos indexados, derivados: todos tienen defensores y detractores.
Quizás el mayor peligro sea que los activos reales caigan víctimas de su éxito. Muchos inversionistas recurrieron a ellos la última década, en busca de rendimientos estables y diversificación. Entre el 2010 y el 2020, el valor de activos reales privados bajo administración aumentó más del doble, hasta US$ 1.8 millones de millones. Pero se dificulta hallar qué comprar. Alrededor de US$ 583,000 millones levantados por fondos desde el 2013 están inutilizados.
Es posible una burbuja, señala David Jones, vicepresidente de Banca de Inversión de Bank of America Merrill Lynch. Además, la definición de activo real podría ampliarse e incluir, como algunos argumentan, exotismos no fungibles como la data registrada en una blockchain. En lugar de apiñarse como los pingüinos en un menguante bloque de hielo, algunos inversionistas podrían terminar cayendo en aguas traicioneras.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2021