En 1920, Warren Harding armó su campaña para las elecciones presidenciales en Estados Unidos en torno a su nueva palabra “normalcy” (“normalidad”). Fue una apelación a la supuesta ansia de sus compatriotas por olvidar los horrores de la Primera Guerra Mundial y de la pandemia de gripe de 1918, y retornar a las certezas de la Era Dorada de fines del siglo XIX.
Pero en lugar de abrazar la normalidad, los Locos Años Veinte fueron un fermento progresista de toma de riesgos sociales, industriales y de originalidad artística. La guerra tuvo algo que ver con la falta de inhibición de la Era del Jazz, lo mismo que la pandemia de gripe, que mató a seis veces más estadounidenses que el conflicto bélico y dejó a los sobrevivientes con un apetito por vivir la década a toda velocidad.
Ese mismo espíritu animará la década del 2020. La tremenda magnitud del sufrimiento causado por el covid-19, las injusticias y peligros que la pandemia ha revelado, y la promesa de la innovación significan que este año será recordado como aquel en que todo cambió.
La pandemia ha sido un evento que ocurre una vez cada 100 años. El coronavirus SARS-CoV-2 ha sido hallado en más de 75 millones de personas y posiblemente ha infectado a otros 500 millones o más, que nunca fueron diagnosticados. A la fecha, se llevan registrados 1.7 millones de muertes y muchos cientos de miles de decesos no han sido registrados.
Agente de cambio
Millones de sobrevivientes están pasando por el agotamiento y las secuelas de haber padecido la enfermedad. El PBI global es, por lo menos, inferior en 7% a lo que hubiese sido sin covid-19, la mayor recesión desde la Segunda Guerra Mundial. De las cenizas de todo ese sufrimiento emergerá la sensación de que la vida no está para tenerla guardada sino para ser vivida.
Otro motivo para esperar un cambio -o al menos para desearlo- es que el covid-19 ha servido como una advertencia. Los 80,000 millones de animales que cada año son sacrificados para producir comida y pieles son ensayos de laboratorio para virus y bacterias que evolucionan hasta convertirse en patógenos humanos letales más o menos cada diez años.
Este año, la factura llegó y fue astronómica. Los límpidos cielos azules que aparecieron cuando la economía estuvo en cuarentena fueron un poderoso símbolo de cómo el covid-19 es una crisis de rápido avance dentro de una crisis que avanza lentamente y a la que, de alguna manera, se asemeja. Es que al igual que la pandemia, el cambio climático es impermeable a las negaciones populistas, es global en las alteraciones que ocasiona y será mucho más costoso lidiar con él en el futuro si es que ahora no es tomado en cuenta.
Muchos sufrieron más
Un tercer motivo para esperar cambios es que la pandemia ha puesto los reflectores en la injusticia. Los escolares se han retrasado en su aprendizaje -y en demasiados casos han sufrido hambre-. Quienes terminaron el colegio este año y los ya graduados han visto que, una vez más, sus perspectivas decrecieron.
Personas de todas las edades han tenido que soportar la soledad o la violencia en sus casas. Los trabajadores migrantes han sido abandonados a su suerte o enviados de regreso a sus pueblos, llevándose con ellos la enfermedad. El sufrimiento ha estado sesgado según la etnicidad: un estadounidense hispano de 40 años tiene doce veces más probabilidad de fallecer por covid-19 que uno blanco de la misma edad. En Sao Paulo, los brasileños negros menores de 20 años tienen el doble de probabilidad de morir que los blancos.
A medida que el mundo se ha adaptado al covid-19, algunas de estas inequidades han empeorado. Los estudios indican que alrededor del 60% de empleos en Estados Unidos que pagan más de US$ 100,000 anuales puede desempeñarse desde el hogar, comparado con el 10% de empleos que pagan menos de US$ 40,000. Y mientras el desempleo se disparó este año, el índice MSCI World, que es utilizado como referente de las bolsas mundiales, se ha elevado 11%.
La ONU estima que, en el peor escenario, la pandemia podría empujar a la extrema pobreza a 200 millones de personas. La crítica situación de estas poblaciones será exacerbada por gobernantes autoritarios y tiranos potenciales que han sacado provecho del coronavirus para reforzar su dominio del poder.
Quizás por ello las pandemias han provocado convulsiones sociales en el pasado. El FMI analizó 133 países para el periodo 2001-2018 y halló que surgieron disturbios catorce meses después de la aparición de una enfermedad, y que alcanzaron un punto álgido 24 meses después. A mayor inequidad en una sociedad, mayor será la agitación. En efecto, el organismo alerta sobre la existencia de un círculo vicioso: las protestas incrementan las privaciones, las que a su vez generan más protestas.
Innovación generalizada
Afortunadamente, el covid-19 no solo ha generado la necesidad de cambios, sino que también señala el camino a seguir. Esto se debe en parte a que ha servido como un motor de la innovación. Durante los confinamientos, el e-commerce, como porcentaje de las ventas minoristas estadounidenses, se elevó en ocho semanas tanto como lo había hecho en los cinco años previos.
Dado que la gente que trabajaba desde casa, los traslados en el metro de Nueva York disminuyeron en más de 90%. Casi de la noche a la mañana, negocios como The Economist comenzaron a ser administrados desde las habitaciones reservadas para visitantes o las mesas en la cocina -un experimento que de otra forma habría tardado años en desarrollarse, por no decir nunca-.
Esta disrupción aún se encuentra dando sus primeros pasos. La pandemia es prueba de que el cambio es posible hasta en sectores económicos conservadores como el cuidado de la salud. Impulsada por capital accesible y nueva tecnología, incluyendo inteligencia artificial y, posiblemente, computación cuántica, la innovación terminará llegando a todos los sectores.
Por ejemplo, durante los últimos 40 años, las pensiones en universidades estadounidenses se han incrementado casi cinco veces más que los precios al consumidor, pese a que la enseñanza superior ha cambiado muy poco, lo cual ha despertado el interés de gente que busca reformular ese modelo.
Asimismo, el mayor progreso tecnológico en fuentes de energía renovable, redes eléctricas inteligentes y capacidad de almacenaje de las baterías, son pasos vitales en el camino hacia el reemplazo de los combustibles fósiles.
El valor de la ciencia
El coronavirus también ha revelado algo profundo sobre la manera en que las sociedades deberían tratar al conocimiento. Consideremos la forma en que científicos chinos secuenciaron el genoma del SARS-CoV-2 en pocas semanas y lo compartieron con el mundo. Las nuevas vacunas que se han obtenido como resultado de esa cooperación son solo un paradero en el acelerado avance que ha dilucidado de dónde provino el coronavirus, a quiénes afecta, cómo mata, y qué tratamientos podrían aplicarse a la enfermedad que provoca.
Es una notable demostración de lo que la ciencia puede lograr. En tiempos en que las teorías conspirativas están fuera de control, esta investigación sobresale como una amonestación para los ignorantes y fanáticos en dictaduras y democracias, que se comportan como si las evidencias que respaldan una afirmación solo pueden ser creíbles dependiendo de la identidad de quienes la planteen.
El papel del Estado
La pandemia también ha generado una explosión de innovación gubernamental. Los países que pueden financiarlo -y algunos, como Brasil, que no pueden- han reprimido la inequidad de ingresos gastando más de US$ 10 millones de millones, tres veces más en términos reales que durante la crisis financiera. Ello reajustará las expectativas de los ciudadanos en torno a lo que sus gobiernos pueden hacer por ellos.
Durante los confinamientos, muchas personas se preguntaron qué es lo que más importa en la vida. Los gobiernos debieran entender que esas son sus aspiraciones y enfocarse en políticas que promuevan la dignidad individual, la autodeterminación y el orgullo cívico.
También deben reestructurar el bienestar y la educación, y luchar contra las concentraciones de poder enquistado a fin de abrir nuevas oportunidades para sus ciudadanos. Algo positivo puede provenir de la congoja ocasionada por el año de la plaga. Y debería incluir un nuevo contrato social para el siglo XXI.
Traducido para Gestión por Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2020