‘Sin precedentes’ es una expresión muy común en estos tiempos. Para encontrar una situación similar en términos de respuesta de la industria farmacéutica a la actual pandemia del COVID-19 es necesario remontarse al inicio de la Segunda Guerra Mundial, un momento en que los países también estaban desesperados por curaciones milagrosas.
En aquel entonces, las grandes compañías farmacéuticas, especialmente en Estados Unidos, eran tan improductivas y poco queridas como lo son ahora. La gente estaba consternada por la venta indebida de narcóticos adictivos, como lo han estado durante la reciente crisis de los opioides. Y en la Gran Bretaña anterior a la guerra, los científicos descubrieron lo que creían que podría ser un antibiótico maravilloso: la penicilina. Sin embargo, no pudieron encontrar ninguna empresa, incluso en EE.UU., preparada para correr el riesgo de producirla a escala.
Luego vino Pearl Harbor y todo cambió. Como Gerald Posner escribe en un nuevo libro, “Pharma: Greed, Lies, and the Poisoning of America” (Farmacéuticas: avaricia, mentiras y envenenamiento de América), el esfuerzo de guerra llevó a empresas estadounidenses como Merck, Squibb y Pfizer a unir sus investigaciones sobre la penicilina.
Producir en masa el antibiótico se convirtió en una prioridad de seguridad nacional tanto como fabricar una bomba atómica. Para el día D en 1944, había suficiente penicilina para tratar a 40,000 soldados. Fue un punto de inflexión. La industria farmacéutica emergió de la guerra deleitándose “a la luz de su programa colaborativo de penicilina en tiempos de guerra”.
Como sugiere el título de su libro, Posner no es fanático de la industria y su supervivencia 75 años después. Sin embargo, incluso él habría notado el regreso de un brillo similar a un halo (aunque a través de Zoom) cuando los jefes de algunas de las empresas farmacéuticas más conocidas del mundo se reunieron el 28 de mayo para contar sus esfuerzos de colaboración para hallar una vacuna contra el COVID-19.
Se habló de “competir contra el virus, no uno contra el otro”, del altruismo y del orgullo de estar en una misión crítica para salvar vidas y medios de subsistencia. Uno de los grandes personajes fue Pascal Soriot, el CEO francés de 61 años de AstraZeneca, una firma anglo-sueca. Su presencia fue elocuente. Hasta la llegada del nuevo coronavirus, la compañía apenas había incursionado en el negocio de vacunas de US$ 60,000 millones al año. Sin embargo, ahora está liderando la lucha no solo para crear una vacuna, sino también para recuperar a las grandes farmacéuticas del exilio.
Bajo el mando de Soriot, un veterinario capacitado que se hizo cargo de AstraZeneca en el 2012, la empresa está resistiendo una tendencia de 10 años de fatiga en la industria farmacéutica, en la que las adquisiciones a menudo han compensado la falta de innovación.
Soriot acredita su éxito a una fe en la ciencia. Su orgullo y alegría es el centro de investigación y desarrollo de AstraZeneca, que está en construcción en Cambridge, y el cual muestra en su muro de Zoom. La dirección, dice entusiasmado, es Avenida Francis Crick número uno, que lleva el nombre del biólogo molecular y premio Nobel.
En el 2014, utilizó la ciencia como justificación para defenderse de una oferta de adquisición de US$ 118,000 millones por parte de Pfizer, argumentando que esto descarrilaría los tratamientos contra el cáncer que la empresa tenía en desarrollo.
El 28 de mayo, el floreciente negocio de oncología de AstraZeneca reivindicó aún más esa convicción cuando reveló que nuevos datos de las pruebas de su medicamento más vendido, Tagrisso, mostraron que redujo el riesgo de recaída en algunos cánceres de pulmón en etapa inicial en un asombroso 83%.
Aunque sus ganancias aún están por debajo del promedio de la industria, tales éxitos han convertido a AstraZeneca en la compañía que cotiza en bolsa más grande de Gran Bretaña, ahora con un valor de £ 112,000 millones (US$ 141,000 millones). Sin embargo, es en la búsqueda de la vacuna que la fe de Soriot en innovación podría ser más importante. En abril, la firma llegó a un acuerdo histórico con la Universidad de Oxford para distribuir una posible vacuna.
En tres semanas había asegurado una capacidad de fabricación de mil millones de dosis, con el objetivo de comenzar las entregas en setiembre. Recibió US$ 1,000 millones de BARDA, la agencia estadounidense de desarrollo de medicamentos, para obtener acceso a los suministros para el otoño boreal.
Dichos fondos le ayudan a pagar por adelantado el acceso a los tanques y viales que necesita para fabricar y enviar la vacuna en grandes cantidades. Está creando cadenas de suministro paralelas en todo el mundo para garantizar que la vacuna esté disponible en todas partes. Para una industria que generalmente tarda una década en lanzar una nueva vacuna, esta es una velocidad excepcional.
Otras compañías también están creando cadenas de suministro; pero en ensayos clínicos, vitales para la aprobación regulatoria, AstraZeneca está por delante. Después de los primeros ensayos de AZD1222, como se conoce la vacuna, la empresa comenzó a probarla en 10,000 personas en Gran Bretaña para ver si previene el COVID-19. Ampliará la prueba a 30,000 personas en EE.UU. En este esfuerzo, cuanto más grande sea la ventaja, mejor.
En Gran Bretaña, a medida que el número de infecciones disminuye, las posibilidades de obtener resultados concluyentes sobre la eficacia de la vacuna son solo del 50%, dice Adrian Hill, director del Instituto Jenner de Oxford, socio de AstraZeneca. Eso puede significar llevar a cabo ensayos en países donde la enfermedad aún es rampante.
Es un desafío estresante. El mayor riesgo, dice Soriot, es la política. El nacionalismo por las vacunas significa que los países intimidarán a los fabricantes para obtener suministros, aunque AstraZeneca, como sus pares, dice que está decidido a distribuir la vacuna de manera equitativa. Lo que sea que eso signifique, hay varios otros obstáculos. La velocidad de desarrollo significa que los riesgos de percances son altos. Inicialmente, solo habrá suficientes vacunas para tratar a las personas más expuestas, como trabajadores de la salud, lo que puede generar resentimiento.
Empresas como AstraZeneca esperan evitar las críticas produciendo la vacuna sin ganancias por el momento. Pero los inversores eventualmente querrán cosechar recompensas. Las empresas están rechazando una iniciativa de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para agrupar la propiedad intelectual sobre el COVID-19 con el fin de asegurarse de que los países pobres tengan acceso.
Por ahora, tales obstáculos parecen un precio que vale la pena pagar. Como dice Soriot, “hay momentos en la vida en los que necesitas pararte y decir que es hora de ayudar”. Ya está dando resultados. La carrera por la vacuna ha puesto en acción al personal, dice. También responde a quienes critican a la industria por los altos precios y ganancias. “Esto es lo que puede hacer una industria farmacéutica exitosa y saludable”, insiste.
Seguro ese punto pasará al olvido cuando los gobiernos vuelvan a lanzar su enfado contra las grandes farmacéuticas por los precios elevados. Pero esperemos que la industria desarrolle nuevas ansias de innovación, como sucedió con la penicilina. Los años de la posguerra fueron de oro para el descubrimiento de medicamentos. Sería loable si también lo fuera la época posCOVID.