Desastres, Cambio Climático, Epidemias y Riesgo Fiscal
Quizás algunos recuerden que uno de los efectos de las inundaciones provocadas por el Niño Costero del 2017 fue la proliferación de mosquitos portadores de diferentes enfermedades como el dengue, la malaria, el paludismo, el zika. Y que fue necesaria la intervención de las FFAA para evitar una seria emergencia sanitaria frente al rechazo de numerosas personas a que sus casas fueran fumigadas por los funcionarios del Ministerio de Salud. Lo más probable es que ello se haya olvidado, porque salvo los médicos, en general poco escuchados, y ciertos especialistas, también poco escuchados, la ignorancia de la tecnocracia estatal sobre la relación entre los “desastres naturales” y ciertos brotes epidémicos es la que impera. Desgraciadamente esta ignorancia es cada vez más peligrosa.
Como anécdota personal, pude notarla varias veces en diversas reuniones cuando hacía sugerencias sobre la posibilidad de mencionar de manera explícita en la normativa del sistema nacional de endeudamiento y en otras normas, a las epidemias junto a los desastres naturales y tecnológicos actualmente mencionados como lo estaban desde hace años. En especial para la emisión de instrumentos de deuda contingente o la utilización de otros instrumentos de mercado, sabiendo por contactos internacionales que ya se estaban “cocinando” en el mundo de los reaseguros coberturas paramétricas relacionadas con las epidemias (en especial para los países afectados por el Ebola).
Ahora bien, ello suponía salir de la lógica que rigió desde el comienzo en la normativa peruana, que limita el uso de esos instrumentos al financiamiento de la rehabilitación y la reconstrucción de infraestructura; no es un “cambio de chip” fácil de realizar y es comprensible. Lo que más me preocupaba era que no se viera como potencialmente grave ese riesgo de brotes epidémicos consecutivos a desastres naturales, conociendo las debilidades de nuestro sistema de salud y la falta de cultura preventiva en la misma población. En realidad, sí podemos tener gastos de emergencia adicionales extremadamente elevados en razón de una emergencia sanitaria derivada de un desastre natural. En ese aspecto, nos parecemos más a los países de menor desarrollo económico, pero hay una forma de soberbia tecnocrática que impide reconocerlo.
Lo que sucedió con el Niño Costero, donde se debería admitir que, si no hubiera sido por las FFAA, hubiéramos podido tener brotes mucho más importantes de enfermedades difundidas por los zancudos, hubiera debido constituir una alerta suficientemente fuerte.
Pero entretanto, en el 2018 se volvió a efectuar ajustes a la normativa del sistema nacional de endeudamiento, y ese aspecto sigue igual, se ha mantenido la misma lógica. Algunos podrán responder que después de todo, en el Niño Costero finalmente se logró el objetivo de limitar la expansión de dichas enfermedades, y que el riesgo sería bajo.
Sin embargo, desde entonces hay dos eventos que deberían generar mayor preocupación:
. el famoso aniego en San Juan de Lurigancho, que nos mostró en muy pequeña escala lo que podría suceder en Lima y Callao a enorme escala de producirse un sismo de gran magnitud; a veces se olvida que las inundaciones no son solo un tema de aumento de zancudos, sino también de presencia masiva de agua estancada mezclada con aguas servidas, y llena de orina de ratas (que causa leptospirosis), y los estudios post-Niño Costero y lo habían mostrado muy bien, nuestra “academia médica” hizo entonces un gran trabajo de análisis; ¿tendríamos la capacidad de hacer frente a un escenario a gran escala?
. una noticia de hace unas semanas según la cual la Contraloría expresaba su preocupación por la lentitud en el avance del reforzamiento de la infraestructura hospitalaria de la capital, que como muchos sabemos, es en gran parte muy antigua; o sea, tendríamos parte de nuestras capacidades de respuesta sanitaria colapsadas en caso de un sismo de gran magnitud; ya pueden imaginar las consecuencias.
Sería bueno además tener un mejor conocimiento de los estudios internacionales sobre la amplificación de los riesgos sanitarios en caso de materialización del riesgo de desastres. Uno de los principales problemas en nuestra administración pública es la falta de suficiente gente con un buen nivel de inglés y otros idiomas, lo que impide acceder a información relevante, y favorece el “funcionamiento en circuito cerrado”.
A principios de Mayo del 2017, circuló a través de Linkedin un excelente post de la modeladora de riesgos catastróficos AIR Worldwide sobre cómo los desastres podían contribuir a brotes epidémicos. No se debería olvidar que este tipo de empresas dispone de bases de datos históricas a nivel mundial. El post contiene los resultados de un estudio del 2011 clasificando las enfermedades según que sean por contagio de persona a persona, o a través de insectos voladores, o a través de aguas contaminadas, y cruzándolos con los tipos de desastres. El nivel de riesgo aparece como medio o elevado para terremotos, erupciones volcánicas, inundaciones e inseguridad alimentaria derivada de sequías; sólo menciono los más relevantes en nuestro caso. El estudio también da elementos de detalle sobre los factores de riesgo, tales como el colapso de infraestructuras y de capacidades que interrumpe la distribución de vacunas o la simple atención de la emergencia sanitaria, las aguas contaminadas y el colapso de la infraestructura de agua potable que multiplican las enfermedades diarreicas, el agua estancada y el lodo contaminados, infección de heridas, propagación de enfermedades contagiosas por el amontonamiento excesivo de gente en campos de refugiados, etc.
Hace pocos días, aparecía en un medio digital francés un resumen de un artículo del británico “The Guardian” sobre un estudio de la Monash University de Melbourne (Australia) sobre las consecuencias de las inundaciones del 2011 en Brisbane, y también de otros eventos climáticos en pequeños estados del Pacífico. Lo interesante del estudio es que amplía la investigación a los efectos insidiosos del cambio climático, y cómo este puede generar más decesos y efectos perversos a través de las enfermedades que siguen a los desastres climáticos, que están aumentando en frecuencia y en intensidad (y eso lo estamos viendo en el Perú también). Se han podido identificar efectos como infantes con menores capacidades cognitivas entre las poblaciones expuestas por un largo tiempo a aguas contaminadas, o la rapidez de la expansión de las enfermedades diarreicas por la simple escasez de agua potable, que impide tomar la medida de prevención básica que es el lavarse bien las manos.
Ello significa que, para hacer frente a ciertas situaciones con éxito, es necesario efectuar en un tiempo corto (es una carrera contra el tiempo) un gran gasto adicional para evitar que la emergencia sanitaria derivada de un desastre sea mayor. Cuanto más tiempo se pierde en hacer el gasto urgente, mayor será el gasto sanitario después y mayores serán las consecuencias macroeconómicas adversas.
Por ello es que, aparte del simple punto de vista de la preocupación por la gente, para empezar, (muchas veces ausente; a menudo la burocracia es de una insensibilidad pasmosa), además del de la obvia necesidad de reforzar la infraestructura hospitalaria vulnerable y tener una buena gestión de la continuidad operativa en el Sistema de Salud, desde un punto de vista de gestión macrofiscal, se debería tomar en cuenta ese riesgo adicional en los escenarios hipotéticos, y en las proyecciones iniciales post-desastre, para así no subestimar los gastos ligados a la atención de la emergencia. Y puede valer también la pena de disponer de la opción, dentro de las líneas de crédito contingentes dedicadas a desastres, del uso para las emergencias sanitarias; también se deberían contemplar coberturas paramétricas dedicadas, que dicho sea de paso, pueden servir igualmente para epidemias no derivadas de desastres naturales, como la cobertura que se ha construido con ciertos países de Africa Occidental para el Ébola, sacando las lecciones de la crisis de hace unos años, cuya extensión se hubiera podido frenar antes.
Es una manera también de no subestimar (o de no ignorar, como parece estar pasando), esta sub-fuente de riesgo fiscal, dentro de la categoría “desastres”. Con menos “sorpresas” y con opciones financieras más amplias, se los puede gestionar mejor. Vale la pena preguntarse si el enfoque tradicional de reservar esos instrumentos financieros al gasto en infraestructura no debería ser cambiado. En varios países de Africa, expuestos a la vez a inundaciones y a sequías, con altas proporciones de población afectada, hace tiempo que integran esa dimensión en la gestión del riesgo de desastres, incluso integran también la dimensión de seguridad alimentaria. No olvidemos que el Niño Costero también fue un desastre con altos números de afectación, y que un sismo de gran magnitud en Lima y Callao sería mucho peor aún, con enormes impactos sanitarios y hasta para la seguridad alimentaria (¿qué proporción de la alimentación de la capital depende de la Carretera Central, por ejemplo?).
Sería bueno también escuchar un poco más a nuestros climatólogos y a nuestros epidemiólogos. Si algo he notado a menudo en la tecnocracia del país, es una tendencia a no tomar muy en serio a los científicos, acusados muchas veces de “exagerar los riesgos” para obtener recursos para sus instituciones. Sin contar que a veces sus recomendaciones y alertas pueden chocar con los intereses de ciertos lobbys (a los cuales se escucha demasiado).