El colmo de un proyecto de ley que propone hacer análisis costo-beneficio: no tener análisis costo-beneficio (true story)
El Congresista Alberto de Belaunde ha propuesto hoy la creación de una OEC (Oficina de Estudios Económicos del Congreso), encargada de realizar análisis costo-beneficio de normas (ACB). A primera vista, la propuesta no parece mala; pero la propuesta de Alberto deja muchos puntos en el aire y -lo que es paradójico- falla en realizar un adecuado ACB. Es más, si yo fuera el encargado de la OEC, rechazaría su proyecto de ley para crear una OEC, por no cumplir con los parámetros del ACB. Aquí, algunas razones, no con mucho orden, porque son escritas “en caliente” luego de haber leído el proyecto:
1. El proyecto no cuantifica los costos y beneficios, salvo cuando hace referencia a los costos contables de implementar la oficina misma (que, propiamente, no es un costo social, sino simple redistribución de recursos). La cuantificación es un elemento esencial del ACB tal como lo dice la propia OCED, por lo cual es llamativo que un proyecto de ley que habla de su importancia y propone su implementación, no la realice.
2. El principal beneficio potencial de esta regulación es que podría eventualmente reducir el costo originado por “malas” regulaciones. Para sustentar este punto, el proyecto de Alberto solo usa un pequeño párrafo, sin ninguna cita, a pesar de haber cientos de estudios en relación a eso en el mundo, algunos de los cuales incluso estiman el costo de la regulación. Por ejemplo, el Mercatus Center de la George Mason University tiene un estudio usando una base de datos de 22 industrias en el periodo entre 1977 y 2012, donde ha cuantificado el costo de la regulación para dichas industrias. Encontraron, por ejemplo, que la economía americana era 4 trillones de dólares más pequeña por el incremento de regulación desde 1980. El proyecto de Alberto no solo no incluye estudios semejantes o tiene un estimado propio acerca de dichos costos, sino que ni si quiera argumenta por qué dicha oficina reducirá el costo de la regulación.
3. La OEC solo emitirá opinión, pero ésta no será (ni podría ser) vinculante. La pregunta que yo me hago es, por qué le harían caso los congresistas a lo que dijera esta oficina? (asumiendo -optimistamente- que será técnica e independiente). Alberto no responde esta pregunta.
4. Luego, el mismo Alberto se pregunta si no sería una mejor opción obligar a los congresistas con que cumplan con la norma actual que los obliga a hacer ACB de normas. Alberto descarta esta opción pues -dice- los congresistas no tienen suficientes asesores técnicos y ellos mismos no tienen la capacidad para hacer el ACB. Mi pregunta es, si los congresistas no contratan actualmente a asesores técnicos para que los ayuden a cumplir la norma que los obliga a hacer ACB, qué nos garantiza que sí lo harán colectivamente a través de la oficina que propone Alberto? La respuesta es: nada.
5. La gente de a pie, contrariamente a lo que dice Alberto, no gusta del ACB por ser muy técnico y con sesgo economisista. Los congresistas saben o perciben eso, por tanto no sustentarán sus proyectos de ley en argumentos técnicos-económicos. Sea con o sin oficina, esto no va a cambiar.
6. Finalmente, EE.UU., país donde se inventó el ACB de normas moderno, no obliga a su congreso a realizarlo. Existen muchas razones para eso. Una de ellas es que las normas que dicta el Congreso no necesariamente tienen fines económicos (lograr la eficiencia). Muchas normas tienen fines sociales, políticos, redistributivos o de seguridad nacional que poco o nada tienen que ver con temas económicos. Quizá Alberto se debió haber preguntado esto antes de proponer esta oficina.
Propuesta:
En todo caso, se debería plantear la creación de una oficina con un análisis comprehensivo y multidisciplinario de las normas. Si dicha oficina trabajara correctamente, creanme que no requeriría hacer ACB para demostrar que todos o casi todos los proyectos de ley -incluyendo el de Alberto- no cumplen con criterios técnicos mínimos para ser aprobados, menos con sustentar adecuadamente -y numéricamente- los costos y beneficios que suponen a la sociedad.
Una mejor propuesta, incluso, es que la sociedad civil tome un rol más vigilante y fiscalice concienzudamente -como intento hacer aquí- la labor de los congresistas.