Starbucks y el consumo conspicuo
Desde hace varios años cuando voy a Starbucks mi proceso de decisión se limita a acercarme al mostrador y pedir un café americano mediano. A veces pido que le pongan un poco de leche. En algún momento uno de sus trabajadores me preguntó si lo que quería era un café del día o un americano. Le dije que cualquiera porque no noté mayor diferencia, y el precio era el mismo. Pero nunca han dejado de llamarme la atención sus precios. Y el motivo por el que hay consumidores dispuestos a pagarlos.
Yo mismo he sido uno de ellos. En más de una oportunidad he tomado café ahí o he tomado el local como punto de encuentro. También recuerdo hace unos años haber comprado una taza de la tienda. Una pieza de cerámica que probablemente costó producirla un décimo del precio de venta, y que uso de vez en cuando, junto un recipiente reutilizable grande, o en los clásicos vasos de poliestireno que encuentro en las zonas de café que se encuentran en la universidad donde trabajo.
Y respecto al sabor, como la percepción tiene mucho de hábito, en realidad estoy acostumbrado al del café pasado casero y al del clásico Nescafé el polvo. Y si debo pagar uno, prefiero el de la máquina de Altomayo que tengo a la mano dentro de la universidad. Con lo cual satisfago mi gusto por bastante menos precio que por uno de la cadena norteamericana, pues lo que habitualmente pido en ella gira en torno a los 8 soles.
No me parece un precio barato para un café, en particular uno cuyo sabor no considero especialmente por encima del promedio. Lo que menos barato me parece, en relación a costo de producción y precio de venta, son algunos de sus productos comestibles. Una galleta con trozos de chocolate cuesta 3,5 soles, un bizcocho alrededor de 6,5 soles, y algo menos que un puñado de cereal para ser acompañado con leche se vende a 9 soles.
Parecen los precios de una cafetería de aeropuerto. Alguna dinámica debe operar en el comportamiento de las personas que explique el motivo por el cual se consume los productos de esta cadena.
Quizá un motivo razonable es pensar que la compra en Starbucks es una versión disminuida de la lógica que subyace en el consumo de bienes premium o los de lujo. Entre otras características, estas marcas otorgan a quien los utiliza una experiencia y percepción de obtención de valor, de logro. Asimismo permiten al sujeto la posibilidad de definir aspectos su propia imagen, pues los productos pueden ser exhibidos ante terceras personas. Este tipo de conducta es denominada ‘consumo conspicuo’ y tiene las características de ser superflua, suntuosa, y completamente prescindible. El término fue acuñado, inicialmente en una dimensión más amplia, por el economista y sociólogo norteamericano T. Veblen a fines del siglo 19.
Lo presento como una versión disminuida porque el ‘consumo conspicuo’ moderno usualmente hace referencia a productos bastante más costos y complejos en su comercialización, como relojes, joyas, autos, prendas de vestir de diseño, experiencias gourmet, etc. Así, es posible comprender esta Starbucks como una edición de consumo masivo de bienes suntuosos.
No critico esta práctica, pues cada individuo es libre de adquirir un bien de esta naturaleza si lo desea. De la misma forma que nadie fuerza nadie a comprar un café o galletas en Starbucks.
Lo interesante es observar la motivación emocional que conduce a la satisfacción hedónica de tomar posesión de algo mínimamente suntuoso. A ello cabe agregar que la conducta de quienes van a esta cadena de tiendas no lo hacen sólo por las bebidas que expenden, sino por la experiencia de satisfacción de estar en un ambiente social carente de riesgos, donde todos comparten la práctica del ‘consumo conspicuo’.