Isla de perros
Los perros de Megazaki han contraído una enfermedad que amenaza en expandirse en forma de epidemia. El alcalde de la ciudad -un autócrata que odia a los canes, que se niega a encontrar una alternativa médica al problema y que reprime a las voces disidentes- alimenta el rechazo de la población a estos animales a partir de una estrategia propagandística colosal. El dictador ha ordenado que los cuadrúpedos sean expulsados hacia una isla vecina donde la basura artificial y los desechos orgánicos son el paisaje referencial. Sin embargo, su decisión también alcanza al propio perro guardaespaldas de su sobrino: un niño de doce años que hará todo lo posible por encontrarlo, ayudado por otros perros deportados. Así, una historia de amistad empezará a erigirse desde la sutileza de las acciones y los diálogos para combinar asuntos políticos, sociales y fraternales, todo bajo el manto de un humor que transita por la inocencia y el sarcasmo.
Isla de perros (2018) se desarrolla en un contexto distópico que le debe mucho a la tradición japonesa -el sentido oriental del honor y de la lealtad está presente todo el tiempo-, al cine de Akira Kurosawa -especialmente Los siete samuráis (1954) como bandera cinéfila- y, cómo no, a la estirpe del western -la musicalización de Alexandre Desplat remite a la esencia de Ennio Morricone, mientras que varios planos aluden a una fascinación fordiana-. Pero Wes Anderson, esa mente brillante que cada dos o cuatro años nos regala una obra cinematográfica notable, también tiene un sello genuino que se aprecia en la armónica distribución de los elementos que aparecen en la pantalla. Anderson, un obsesivo del “acabado final”, repite esa finura artesanal que ya había demostrado en El fantástico Sr. Zorro (2009), cuando se embarcó en su primera aventura de animación por medio del stop motion.
Fuera del depurado trabajo que involucra a la puesta en escena y la fotografía de este filme, buena parte de las fibras que caracterizan a Isla de perros se sustentan en la sugerencia de las acciones fomentadas por la barrera idiomática. Anderson deja a la imaginación del espectador varios pasajes de su película cuando no subtitula las conversaciones en japonés. Esta decisión no perjudica en nada el desarrollo de la trama, por el contrario alimenta la expectativa y aumenta la cuota de sensibilidad a raíz de la expresiones gestuales que revelan los protagonistas, por más que sean piezas animadas. Anderson sigue manteniendo la actitud esteticista que lo ha diferenciado de otros creadores de su generación, pero también planifica con pulcritud la profundidad de su obra. Isla de perros no tiene una lectura orientada en el sentido del fanatismo animalista, como se pretende hacer creer desde algunos oscuros rincones; una interpretación tan plana que desvaloriza por completo la amplia mirada humanista de Anderson.
La persistencia de Atari (el niño que busca a su perro), la dureza del alcalde Kobayashi (en voz de Ken Watanabe), la inconformidad de Chief (perro callejero que intenta ir en contra de los cánones perrunos, en voz de Bryan Cranston), la resignación de Nutmeg (perra estigmatizada por los machos alfa del archipiélago, en voz de Scarlett Johansson) o la militancia de Tracy Walker (periodista escolar extranjera que denuncia los abusos del gobierno, en voz de Greta Gerwig), agrupan una serie de temas que van desde el ejercicio incorrecto del poder a manos de un sátrapa, hasta el machismo como paradigma social, pasando por el desarraigo, la xenofobia y, con mayor énfasis, la relación del hombre con otras especies en un latente entorno nocivo.
Isla de perros es, sin duda, la mejor película de Wes Anderson. Decir que esta pieza es el trabajo más logrado del director texano no es poco; sobre todo, cuando en su filmografía podemos encontrar puntos altísimos como Moonrise Kingdom (2012) o El Gran Hotel Budapest (2014). Ambos filmes marcados por una estética y un sentido del humor que funcionan como sello de agua del realizador, y que también se distinguen en su más reciente trabajo.