REPUTACIÓN MAL COMPRENDIDA
La reputación es consecuencia de algo, no es un concepto que vive flotando sin depender de nada. No veo la forma de hacer de la reputación algo independiente y autónomo de una determinada conducta.
Pese a ello existe, hoy más que nunca, una fijación, preocupante a mi entender, en mostrar una reputación corporativa como si se tratase de una idea autárquica. Si actúas “bien”, y lo haces de manera habitual, genuina y persistente, entonces tu reputación será correcta. No hay más. Lo contrario, a mi juicio, es impostado, fraudulento y, por lo tanto, no ético.
En un mundo actual como el que vivimos en el que impera el desesperado intento de mantenerse en equilibrio, pareciera que todos nos movemos en el fango del temor de una mentira (“fake news”) que, en cualquier momento se podría levantar en contra nuestra, por eso actuamos en paranoia constante entorno a la reputación. En este campo la famosa lucha contra la corrupción, el maltrato a la mujer, el cambio climático y otros fenómenos similares han venido generando un movimiento, bastante cosmético, a mi parecer. La reputación, diera la impresión, que, en ese ámbito, se construiría sobre encender fuegos artificiales que muestren la -presunta- corrección propia a todos, simplemente porque está de moda.
El temor, la paranoia, la cosmética, la moda, en la base a mi experiencia, ha logrado en muchos casos que las empresas se abstengan de denunciar públicamente ciertos hechos por varios motivos, desde un falso pudor hasta una peligrosa imagen armada de invulnerabilidad (en casos de fraudes, por ejemplo). La no denuncia puede enviar varios mensajes incorrectos, amañar una situación que el colaborador apreciará como un acto de no coherencia: la ley no es para todos. La empresa, así, se convierte en cómplice en aras de mantener incólume su reputación y siempre atada el perverso “qué dirán”. En eso abogados y consultores comedidos mantienen su cortesanía para sostener el “fee” mensual. Y, claro, los trapitos sucios se lavan en casa.
La frase, acaso bíblica, del “serlo y parecerlo”, se ve usualmente desbalanceada más hacia lo segundo que a lo primero. Entonces caemos en absurdos como las prohibiciones ciegas ¿Está mal que los colaboradores reciban regalos por ejemplo en época de navidad? Si pensamos en este temor constante, prohibiremos todo porque, claro, alguien podría entenderlo mal. Así, la reputación efectivamente adquiere una autonomía que no le es natural. Si prohíbes los regalos en la oficina, llegarán a la casa cuando no hay ética. La reputación, depende de la ética, en donde nadie la ve.
Es en este contexto donde la tan visible responsabilidad social corporativa, por otro lado, no debería confundirse con una compra de voluntades de los aliados estratégicos. Recordemos, toda compra de voluntades es corrupción. El fundamento de la responsabilidad social tiene un gran componente ético, sobre todo cuando intentamos discernir la razón por la cual una empresa hace -o deja de hacer- algo en favor de su entorno (o contra de aquel).
Por eso, si cabe alguna recomendación yo diría, aunque parezca no estratégico o visceral, no se preocupen tanto de la reputación porque finalmente las personas juzgarán de múltiples maneras. Tengamos la coherencia que reside en aquel famoso precepto ético del “deber ser”, tengamos la tranquilidad de esperar la reputación cuando obramos de acuerdo a nuestros principios. Hacer las cosas porque corresponde hacerlas, sin pensar en las consecuencias de un cálculo anterior. En suma, publicitar no está mal, vivir para la publicidad es cosa distinta.
Lima, 10 de octubre de 2019
Eduardo Herrera Velarde.